Autor: Maestro Andreas

sábado, 16 de julio de 2011

Capítulo LX

Después de atender sus asuntos en el castillo, Nuño fue a ver a su esposa y le dijo: “Señora, os espero a la hora acostumbrada en el mausoleo. Ahora he de ir a la torre a atender otras cosas de mi interés”.Y el conde salió por el puente levadizo él solo y se adentró al galope en el bosque negro donde estaba su altiva y fortificada torre. El vigía dio la voz y bajó el puente para franquearle el paso al señor, alzándose otra vez a su paso, y en el patio de armas lo esperaba el fiel Bernardo como siempre. Pero había una novedad desde el regreso del conde. Con el eunuco estaba otro castrado más joven y guapo llamado Hassam. Bernardo le recordó a su amo que los últimos furtivos cazados aún estaban en la mazmorra sin catar, pero Don Nuño le dijo al esclavo que no había prisa. Ya comenzaría su doma otro día y que por el momento los mantuviese aislados del resto de los perros a medio adiestrar, como siempre se hacía con los recién capturados. Esta vez había tres muchachos esperando ser probados por el conde feroz.

Y en la puerta de la gran sala apareció Abdul con agua fresca para el señor y éste preguntó: “Alguna novedad?”. “No, mi amo” respondió el esclavo. Y el conde añadió: “Que preparen el pura sangre blanco. Esta tarde deseo montar a Brisa y galopar libre y sin montura por los bosques. Tengo que recordar tiempos pasados para que nunca se vayan de mi vida”. Y el eunuco corrió a trasmitir las órdenes para complacer al amo.

El puente bajó de nuevo y salieron al galope dos corceles montados por jóvenes jinetes que sólo vestían un blusón y calzas sencillas con botas de gamuza. Un caballo era blanco y sus crines se movían ligeras como la brisa. El otro, negro como la noche, se veía nervioso y potente como el viento del desierto. La capa azabache de este caballo lanzaba destellos de fuego al darle el sol y quien lo montaba llevaba en el cinto un puñal de oro con piedras preciosas y un arco con su carcaj lleno de flechas. Era un bello joven altivo y alegre cuyo rostro irradiaba felicidad y dicha por ir junto al hombre que amaba más que a nada en el mundo. Y ese otro hombre que cabalgaba a su lado, manteniendo el brío que imponía Siroco, también flotaba en una nube paradisíaca por llevar junto a él a su mancebo. A su amado Guzmán, que ahora era exclusivamente suyo, ya que la falsa muerte había liberado al muchacho de todos sus honores, títulos y obligaciones con la casa real de Borgoña. Y por fin su señor y amo absoluto era el conde feroz.
De qué valía la dignidad de príncipe, el prestigio y la riqueza, si le faltaba el amor. Por qué debía obedecer a otro señor que no fuese el que voluntariamente asumiera como su dueño. Ni una corona real podría compensar una sola noche sin la verga de su amante. Porque al culo del muchacho no le hacían falta tronos, sino los azotes que su amo le daba antes de follarlo con todo el ímpetu de su fiera naturaleza.

Nuño no aceptó que el destino le jugase otra mala pasada y le arrebatase a su amado. Y esta vez fue él quien tomó la delantera y simuló la muerte trágica de Guzmán de acuerdo con Aldalahá y Froilán. Entre los tres urdieron la historia del accidente mortal, con la anuencia del doncel. Y mientras Don Froilán apoyaba a la condesa para darle verosimilitud a su pena fingida ante el rey, el noble almohade había elegido el lugar y dispuesto todo lo necesario para simular la tragedia y facilitar que los eunucos convenciesen de tal desgracia a los pobres monjes de un convento cercano, que llevaron la noticia a la corte. Y fingiendo dos días de búsqueda de un cuerpo que estaba muy vivo, unos jinetes se trasladaban hasta la torre del bosque negro.
El grupo lo formaban ocho fuertes guerreros negros, acompañados por dos jóvenes eunucos y un jinete encapuchado, que montaba un brioso caballo negro de raza árabe y llevaba un arco y el carcaj con sus flechas al hombro. No debía ser reconocido por nadie, pero montaba con demasiada elegancia y destreza y su porte era arrogante como el de un príncipe. Y todos los que marchaban a su lado, arropándolo, le llamaban señor. Sin embargo, el muchacho que se ocultaba bajo la capucha sólo quería que lo tratasen un siervo del conde de Alguízar, su señor y su amante.

Por razones obvias Guzmán no podía salir del bosque negro, ni acercarse al castillo del conde, donde vivía Doña Sol. Pero ese inconveniente no era un problema insalvable, puesto que Nuño alternaba su vida dejándose ver en su castillo y volvía cada noche a la torre para dormir con el mancebo. Y joder hasta caer rendidos y sin leche en las bolas, aunque en la barriga del muchacho siempre quedaba algo del semen de Nuño, por más leche que le saliese por el ano al sacarle la verga del culo.
Le metía tal cantidad durante la noche, que resultaba casi imposible soltarla toda antes de recibir una nueva remesa de esperma por la mañana. Por eso al conde le apetecía poco malgastar su semen con los furtivos que cazaba en compañía del mancebo, pero debía adiestrarlos para que fuesen fieles servidores en la torre del bosque negro, de donde nadie podía volver una vez que iba a ella. Excepto los que estaban conjurados en el secreto del doncel del rey. Es decir, Don Froilán y su amado Ruper, el noble Aldalahá y el príncipe Omar que al igual que Asir conocía la verdad por boca del almohade.

Pero Nuño también cumplía con su esposa, llenándola de cariño y fecundándola casi todas las tardes en amplias sesiones de sexo en las que, en compañía de Guzmán, era tratada como otro muchacho, pero con dos coños. Doña Sol supo del plan antes de irse el conde y el mancebo de Sevilla y de ahí su tranquila entereza ante la ficticia muerte de Guzmán, que de ser cierta seguramente hubiese enloquecido de pena. Porque lo amaba tanto como su marido y no le importaba que gozase más de Nuño que ella misma. Y los dos la compensaban casi a diario en el mausoleo erigido en memoria de Guzmán y donde se suponía que descansaban sus retos mortales. Y, más tarde, por voluntad del conde, reposarían los tres juntos llegado el momento. De ese modo nunca se separarían los dos amantes ni tampoco la esposa del conde, Doña Sol.
A la vera del bosque negro, el conde mandó edificar un pabellón de piedra para albergar una estatua del mancebo en mármol blanco, recostado de medio lado y mirando sonriente hacía un punto en el que podría suponerse que veía venir a su amante para amarlo y gozar con él de los placeres del sexo. La figura descansaba sobre un lecho de almohadones, también de mármol pero de color rojo como el coral, y en el pedestal de la misma piedra, pero negra, se leía el nombre y títulos del joven grabados en bronce dorado, bajo su escudo de armas y los emblemas de dos casas reales. Pero eso sólo ocupaba una parte del edificio, puesto que en en la parte más cercana al bosque, había una amplia cámara con una puerta que daba a la floresta, en cuyo interior se reunían los tres amantes. Doña Sol, con la excusa de rezar por el eterno descanso del primer Señor de La Dehesa, acudía allí casi todas las tardes a la misma hora que llegaban también a ese recinto, pero por su parte trasera, su esposo y el mancebo para amarse y follar a destajo con ella.
Ambas entradas estaban custodiadas por imesebelen, que se turnaban para guardar el mausoleo y evitar que nadie alterase la paz de sus muros y el descanso de su señor. Y la solo presencia de ellos disuadía a los curiosos o visitantes inoportunos que quisiesen entrar sin conocimiento y autorización del conde. El misterio del bosque negro aumentaba y se extendió la leyenda adornada por la fantasía popular de ver fantasmas y otros seres sobrenaturales, donde sólo había un maravilloso universo de espíritus enamorados que vivían para el placer y vibraban llenos de gozo sabiéndose correspondidos por el amor.
Al entrar el conde y Guzmán en la cámara, ella ya los aguardaba desnuda, apenas cubierta por un velo escarlata y tumbada en un lecho de almohadones. Y en una bandeja colocada en el suelo había vino, dulces y frutos frescos y secos, para reponer fuerzas los dos hombres y mantener sus pollas erguidas más tiempo, repitiendo polvos y eyaculaciones abundantes.

Cuando Doña sol regresaba al castillo antes del anochecer, su vientre y estómago llevaban tanta leche como los de Guzmán, pero a él siempre le escurría patas abajo parte del semen del conde. Y así de satisfechos el mancebo y su amante volvían a la torre para recibir los esmerados cuidados de sus eunucos.

Y ella, llena de amor y alimentada con la esencia de sus dos hombres, inventaba otro cuento fantástico para dormir al heredero de esos dominios y no tuviese malos sueños turbadores. Ese niño no podía caer en las redes de gentes con ruines ambiciones envidiosas, porque unos hombres decididos y valientes lo protegerían siempre. El pequeño Fernando, sin duda sería un campeón, tanto en la guerra como en el amor, y haría felices a sus seres amados como su padre el conde feroz.

FIN DE LA PRIMERA PARTE