Autor: Maestro Andreas

sábado, 16 de julio de 2011

Capítulo LX

Después de atender sus asuntos en el castillo, Nuño fue a ver a su esposa y le dijo: “Señora, os espero a la hora acostumbrada en el mausoleo. Ahora he de ir a la torre a atender otras cosas de mi interés”.Y el conde salió por el puente levadizo él solo y se adentró al galope en el bosque negro donde estaba su altiva y fortificada torre. El vigía dio la voz y bajó el puente para franquearle el paso al señor, alzándose otra vez a su paso, y en el patio de armas lo esperaba el fiel Bernardo como siempre. Pero había una novedad desde el regreso del conde. Con el eunuco estaba otro castrado más joven y guapo llamado Hassam. Bernardo le recordó a su amo que los últimos furtivos cazados aún estaban en la mazmorra sin catar, pero Don Nuño le dijo al esclavo que no había prisa. Ya comenzaría su doma otro día y que por el momento los mantuviese aislados del resto de los perros a medio adiestrar, como siempre se hacía con los recién capturados. Esta vez había tres muchachos esperando ser probados por el conde feroz.

Y en la puerta de la gran sala apareció Abdul con agua fresca para el señor y éste preguntó: “Alguna novedad?”. “No, mi amo” respondió el esclavo. Y el conde añadió: “Que preparen el pura sangre blanco. Esta tarde deseo montar a Brisa y galopar libre y sin montura por los bosques. Tengo que recordar tiempos pasados para que nunca se vayan de mi vida”. Y el eunuco corrió a trasmitir las órdenes para complacer al amo.

El puente bajó de nuevo y salieron al galope dos corceles montados por jóvenes jinetes que sólo vestían un blusón y calzas sencillas con botas de gamuza. Un caballo era blanco y sus crines se movían ligeras como la brisa. El otro, negro como la noche, se veía nervioso y potente como el viento del desierto. La capa azabache de este caballo lanzaba destellos de fuego al darle el sol y quien lo montaba llevaba en el cinto un puñal de oro con piedras preciosas y un arco con su carcaj lleno de flechas. Era un bello joven altivo y alegre cuyo rostro irradiaba felicidad y dicha por ir junto al hombre que amaba más que a nada en el mundo. Y ese otro hombre que cabalgaba a su lado, manteniendo el brío que imponía Siroco, también flotaba en una nube paradisíaca por llevar junto a él a su mancebo. A su amado Guzmán, que ahora era exclusivamente suyo, ya que la falsa muerte había liberado al muchacho de todos sus honores, títulos y obligaciones con la casa real de Borgoña. Y por fin su señor y amo absoluto era el conde feroz.
De qué valía la dignidad de príncipe, el prestigio y la riqueza, si le faltaba el amor. Por qué debía obedecer a otro señor que no fuese el que voluntariamente asumiera como su dueño. Ni una corona real podría compensar una sola noche sin la verga de su amante. Porque al culo del muchacho no le hacían falta tronos, sino los azotes que su amo le daba antes de follarlo con todo el ímpetu de su fiera naturaleza.

Nuño no aceptó que el destino le jugase otra mala pasada y le arrebatase a su amado. Y esta vez fue él quien tomó la delantera y simuló la muerte trágica de Guzmán de acuerdo con Aldalahá y Froilán. Entre los tres urdieron la historia del accidente mortal, con la anuencia del doncel. Y mientras Don Froilán apoyaba a la condesa para darle verosimilitud a su pena fingida ante el rey, el noble almohade había elegido el lugar y dispuesto todo lo necesario para simular la tragedia y facilitar que los eunucos convenciesen de tal desgracia a los pobres monjes de un convento cercano, que llevaron la noticia a la corte. Y fingiendo dos días de búsqueda de un cuerpo que estaba muy vivo, unos jinetes se trasladaban hasta la torre del bosque negro.
El grupo lo formaban ocho fuertes guerreros negros, acompañados por dos jóvenes eunucos y un jinete encapuchado, que montaba un brioso caballo negro de raza árabe y llevaba un arco y el carcaj con sus flechas al hombro. No debía ser reconocido por nadie, pero montaba con demasiada elegancia y destreza y su porte era arrogante como el de un príncipe. Y todos los que marchaban a su lado, arropándolo, le llamaban señor. Sin embargo, el muchacho que se ocultaba bajo la capucha sólo quería que lo tratasen un siervo del conde de Alguízar, su señor y su amante.

Por razones obvias Guzmán no podía salir del bosque negro, ni acercarse al castillo del conde, donde vivía Doña Sol. Pero ese inconveniente no era un problema insalvable, puesto que Nuño alternaba su vida dejándose ver en su castillo y volvía cada noche a la torre para dormir con el mancebo. Y joder hasta caer rendidos y sin leche en las bolas, aunque en la barriga del muchacho siempre quedaba algo del semen de Nuño, por más leche que le saliese por el ano al sacarle la verga del culo.
Le metía tal cantidad durante la noche, que resultaba casi imposible soltarla toda antes de recibir una nueva remesa de esperma por la mañana. Por eso al conde le apetecía poco malgastar su semen con los furtivos que cazaba en compañía del mancebo, pero debía adiestrarlos para que fuesen fieles servidores en la torre del bosque negro, de donde nadie podía volver una vez que iba a ella. Excepto los que estaban conjurados en el secreto del doncel del rey. Es decir, Don Froilán y su amado Ruper, el noble Aldalahá y el príncipe Omar que al igual que Asir conocía la verdad por boca del almohade.

Pero Nuño también cumplía con su esposa, llenándola de cariño y fecundándola casi todas las tardes en amplias sesiones de sexo en las que, en compañía de Guzmán, era tratada como otro muchacho, pero con dos coños. Doña Sol supo del plan antes de irse el conde y el mancebo de Sevilla y de ahí su tranquila entereza ante la ficticia muerte de Guzmán, que de ser cierta seguramente hubiese enloquecido de pena. Porque lo amaba tanto como su marido y no le importaba que gozase más de Nuño que ella misma. Y los dos la compensaban casi a diario en el mausoleo erigido en memoria de Guzmán y donde se suponía que descansaban sus retos mortales. Y, más tarde, por voluntad del conde, reposarían los tres juntos llegado el momento. De ese modo nunca se separarían los dos amantes ni tampoco la esposa del conde, Doña Sol.
A la vera del bosque negro, el conde mandó edificar un pabellón de piedra para albergar una estatua del mancebo en mármol blanco, recostado de medio lado y mirando sonriente hacía un punto en el que podría suponerse que veía venir a su amante para amarlo y gozar con él de los placeres del sexo. La figura descansaba sobre un lecho de almohadones, también de mármol pero de color rojo como el coral, y en el pedestal de la misma piedra, pero negra, se leía el nombre y títulos del joven grabados en bronce dorado, bajo su escudo de armas y los emblemas de dos casas reales. Pero eso sólo ocupaba una parte del edificio, puesto que en en la parte más cercana al bosque, había una amplia cámara con una puerta que daba a la floresta, en cuyo interior se reunían los tres amantes. Doña Sol, con la excusa de rezar por el eterno descanso del primer Señor de La Dehesa, acudía allí casi todas las tardes a la misma hora que llegaban también a ese recinto, pero por su parte trasera, su esposo y el mancebo para amarse y follar a destajo con ella.
Ambas entradas estaban custodiadas por imesebelen, que se turnaban para guardar el mausoleo y evitar que nadie alterase la paz de sus muros y el descanso de su señor. Y la solo presencia de ellos disuadía a los curiosos o visitantes inoportunos que quisiesen entrar sin conocimiento y autorización del conde. El misterio del bosque negro aumentaba y se extendió la leyenda adornada por la fantasía popular de ver fantasmas y otros seres sobrenaturales, donde sólo había un maravilloso universo de espíritus enamorados que vivían para el placer y vibraban llenos de gozo sabiéndose correspondidos por el amor.
Al entrar el conde y Guzmán en la cámara, ella ya los aguardaba desnuda, apenas cubierta por un velo escarlata y tumbada en un lecho de almohadones. Y en una bandeja colocada en el suelo había vino, dulces y frutos frescos y secos, para reponer fuerzas los dos hombres y mantener sus pollas erguidas más tiempo, repitiendo polvos y eyaculaciones abundantes.

Cuando Doña sol regresaba al castillo antes del anochecer, su vientre y estómago llevaban tanta leche como los de Guzmán, pero a él siempre le escurría patas abajo parte del semen del conde. Y así de satisfechos el mancebo y su amante volvían a la torre para recibir los esmerados cuidados de sus eunucos.

Y ella, llena de amor y alimentada con la esencia de sus dos hombres, inventaba otro cuento fantástico para dormir al heredero de esos dominios y no tuviese malos sueños turbadores. Ese niño no podía caer en las redes de gentes con ruines ambiciones envidiosas, porque unos hombres decididos y valientes lo protegerían siempre. El pequeño Fernando, sin duda sería un campeón, tanto en la guerra como en el amor, y haría felices a sus seres amados como su padre el conde feroz.

FIN DE LA PRIMERA PARTE

jueves, 14 de julio de 2011

Capítulo LIX

La noticia cruzó el firmamento sobre toda la corte del rey de Castilla como un relámpago rasga el cielo en una negra noche de tormenta. Nadie podía creerlo y los corazones de muchas damas y también de muchos más caballeros de los que se pudiese pensar, se cubrieron de tristeza y dolor. El doncel del rey había muerto al regresar a Sevilla.

La versión que conocían los dos monjes portadores de la mala nueva, era que al atravesar un estrecho cañón en la serranía, una culebra salió al pedregoso camino asustando al pura sangre que montaba Guzmán, despeñándose ambos hasta caer en un río turbulento que los arrastró corriente abajo, destrozando sus cuerpos contra las rocas.

El conde no regresaba con el joven, puesto que él ya había decidido volver de nuevo a sus tierras para esperar allí a Doña Sol. Al volver de Granada, Nuño y Guzmán pidieron licencia al rey para ir juntos a buscar los secretos objetos ocultos por el chico y que había recibido de su madre antes de morir. Muy de mañana, habían partido de la corte con destino desconocido, pero tirando hacía el norte, y Doña Sol, con claros síntomas de embarazo, esperó a emprender viaje hacia la tierras de su esposo, donde se encontraría con él.

Se había decidido así, porque la joven condesa llevaría un numeroso séquito y viajaría más despacio que los dos jóvenes, ya que las carretas tiradas por bueyes y mulas, no recorrían el mismo espacio a la velocidad de unos caballos de pura sangre árabe. Y el conde ya no regresaría a Sevilla con Guzmán, al que el rey le había comunicado su intención de desposarlo con la anunciada princesa extranjera.
En la corte no se hablaba de otra cosa y las damas hacían cábalas sobre la supuesta hermosura de la joven afortunada que casaría con el más bello doncel del rey. Y a Guzmán, que debería irse al país de la muchacha tras la boda, se le caían los huevos a plomo sólo de pensarlo. Qué coño iba a hacer él con una mujer, que no fuese la esposa de su amante?. En los planes del joven no estaba irse con nadie ni a ningún otro lugar que no fuese Nuño con él. Sin embargo, no podía desobedecer a su tío el rey.

Los dos amantes cabalgaron a uña de caballo con los dos eunucos, los ocho imesebelen y seis soldados del rey como toda escolta, sin apenas descansar para alejarse cuanto antes de la corte y sus murmuraciones y apuestas.
Porque, sobre todo los caballeros, apostaban dineros tanto por la belleza de la princesa como por el éxito del matrimonio, al que pocos le auguraban descendencia ni una larga vida juntos. Pero todo eso a Guzmán le traía sin cuidado y no prestaba oídos ni a menosprecios o halago de ese tipo. Deseaba que su vida fuese otra y en su intención no estaba cambiarla por nada.

Algunas jornadas más tarde, llegaron a un valle muy verde dominado por un otero en cuya cima se veían las ruinas de lo que fuera una pequeña ermita de arquitectura visigótica. Ascendieron solos Nuño y Guzmán y el chico llevó al conde hasta lo que parecía una simple piedra sin nada especial, pero donde con un poco de atención se veían unas muescas que podía ser dos letras. La M y la F. Guzmán metió la mano en una grieta y una piedra más pequeña, todavía puesta en los restos de un muro, se movió y el chico la quitó de su sitio para sacar luego un cofre de bronce viejo y mohoso. Lo abrió sin decir palabra y dentro estaba una bolsa pequeña, de la que sacó el anillo de oro con el emblema del califa, su abuelo, y un bastón de dos cuartas de largo, hecho de una madera oscura y guarnecido de plata renegrida por el tiempo. Y eso eran todos sus tesoros.
Guzmán le dijo al conde que su madre sólo le había dado esos objetos, pero ningún pergamino o algo parecido. Y lo que no se imaginaba era para que servía un bastoncillo tan corto y de un diámetro exagerado para su longitud. Nuño examinó el tubo y se dio cuenta que uno de los extremos se movía. Tiró hacia fuera y resultó ser una tapa. Aquello contenía un pergamino enrollado. Y al abrirlo, pudo leer lo que decía el padre de Don Froilán. Se trataba de una acta donde constaba el matrimonio del infante Don Fernando con la princesa Fátima, hija del califa de Al-Andalus, y el posterior nacimiento de un varón, hijo primogénito del matrimonio, al que se le bautizó con el nombre de Guzmán y recibió el nombre árabe de Muhammad Yusuf y todo la parafernalia consiguiente a títulos y rangos. “Lo que hacía falta por si todavía quedaban dudas sobre la sangre de este crío!”, gritó Nuño desesperado. Y añadió sonriendo: “Alteza, después de vos. Esta noche te daré otra paliza por si esto se te sube a la cabeza”.
“Mi amo, todavía tengo el culo tierno para que me zurres con una correa. Hazlo con la mano y no te ensañes con tu esclavo”, suplicó Guzmán sonriendo del mismo modo. Y que hay en esa piedra que tiene esas letras?”, preguntó el conde. “Ahí está mi madre. Por eso puse esas iniciales”,contestó el chico. Y Nuño repuso: “Entonces, sabías que se llamaba Fátima”. “No del todo. Ella me dijo que , las pusiese, pero no me dijo el motivo”, aclaró Guzmán. “Haré que levanten los restos de tu madre y le enterraré en mi feudo como se merece”, dijo el conde.

Ya sin secretos por desvelar, pasaron un día juntos y se separaron. Nuño se fue a sus dominios a esperar a su esposa, acompañado por los soldados del rey y trasportando los huesos de la princesa Fátima, y Guzmán regresaba a Sevilla con los eunucos y sus fieros escoltas africanos. Y al parecer, unos días después ocurría la tragedia.

Según contaron los religiosos y como le habían dicho a ellos los eunucos, los imesebelen, sin lograrlo, siguieron el curso de las aguas rastreando las márgenes del arroyo buscando los despojos mortales del muchacho, para rescatarlos y llevarlos a Sevilla con el fin de darles sepultura como descendiente directo del último gran califa almohade de al-Andalus, incluyendo también los ritos propios a su condición de príncipe de la casa de Borgoña en los reinos cristianos del rey sabio, su tío. El rey, apesadumbrado por la muerte de su sobrino, al que le debía los honores de toda una vida privado de rango y fortuna, prometió hacerle los más solemnes funerales habidos en su corte y su deseo era enterrarlo en la catedral de Sevilla. Pero Doña Sol, con el alma deshecha en jirones, le rogó al rey que si se recuperaba el cadáver del mancebo, era su deseo y el de su marido, seguramente, llevarlo a sus tierras para levantar un mausoleo en su honor, donde constase su doble condición de príncipe de dos razas y culturas.

Ni el rey ni la reina tenían consuelo y les costó reaccionar ante el hecho consumado e irrefutable de la pérdida de su sobrino, pero comprendiendo también la amargura de la condesa y su tristeza sin medida ni alivio posible, así como la que tendría su esposo Don Nuño, por mediación de Don Froilán, le autorizó a la condesa irse de la corte y proceder como decía para honrar a tan valiente muchacho de su misma sangre. El monarca ordenó una semana de luto en todos sus reinos y Doña Sol, con sus criadas, pajes y servidores, partió camino de los dominios del conde, escoltada por los monteros reales, según voluntad expresa del rey. La comitiva partió de madrugada, en silencio y llevando a la joven condesa en un carromato especialmente acondicionado para un largo viaje, puesto que la muchacha estaba encinta y esperaba el primer hijo de Don Nuño. Doña Petra la atendía a todas horas y le preocupaba que el disgusto por la tragedia afectase a la criatura, pero su señora parecía hecha de una pasta especial y el sufrimiento por la desaparición de Guzmán, le daba una serena hermosura y tranquilidad que sólo con verla consolaba al más afligido.
Un alférez no se separaba de ella y cabalgaba al lado del carro, quedándose cerca durante las paradas de descanso. Y, por las noches, como queriendo calentar el frío de la ausencia del ser tan amado por ella y su marido, Sol abría una rendija en la carpa, o se asomaba a la ventana si se hospedaban en algún mesón o castillo, y miraba las estrellas como si desde alguna de ellas la viese Guzmán. Amaba al muchacho y la vida sin él no podría ser la misma. El viaje fue penoso y pesado con jornadas largas y agotadoras, sobre todo para las damas, incluso más que para la condesa a pesar de su estado de gestación. Pero, a marchas forzadas, iban superando etapas hasta que divisaron sus territorios y tras un último esfuerzo, veían ya los torreones del castillo del conde de Alguízar. Doce jinetes de las tropas del conde le salieron al encuentro y su capitán saludó a su señora en nombre del conde, dándole la bienvenida a su casa.

Unos meses más tarde la vida volvió a la normalidad en la corte y la reina alumbró una hija, Berenguela, que pronto sería la heredera del reino hasta el nacimiento de su hermano Fernando, dos años más tarde. Y en el castillo del conde de Alguízar también nació un varón, que recibió el nombre de Fernando, en recuerdo del padre de Guzmán, y de apellido el que le correspondía por ser hijo de don Nuño, Núñez, y un gentilicio en recuerdo del mancebo, más el señorío de La Dehesa, que por decisión del rey sería para el primer hijo varón del conde y Doña Sol. En consecuencia el niño se llamó Don Fernando Núñez de Guzmán, Señor de la Dehesa desde su nacimiento y Grande del reino.

Los padres y toda su casa estaban locos de contento por la buena nueva y la hermosura del vástago que era la alegría del castillo del conde feroz.

lunes, 11 de julio de 2011

Capítulo LVIII

Omar dio un banquete sin precedentes para despedir a Don Froilán y Aldalahá, al que asistieron también el conde y Guzmán, que casi podía sentarse, y todos festejaron la amistad sincera surgida entre ellos. Asir no dejaba de juguetear con su amado, ni le daba muchas ocasiones al favorito Ali para hacerle arrumacos a Omar. Se notaba que quizás ante la pasión de Nuño y el primo de la reina por sus amados, él también quería recuperar el protagonismo en el lugar que nunca abandonara en el corazón y el lecho del príncipe.

Aldalahá seguía gozando del cuerpo privilegiado de dos esclavos, que parecían ricos bollos amasados con trigo y centeno, de ahí el color de su piel después de horneada, pero aunque estaba muy entretenido, le advirtió a Froilán que dejase respirar un poco el culo de Ruper, porque al chiquillo le costaba juntar las piernas y al andar perdía su natural apostura. Froilán reconoció que estaba prendido del muchacho y más de sus preciosas nalgas, que parecían dos jugosas manzanas de carne dura y crujiente, y no podía evitar querer darle por el culo a todas horas.
El crío andaba irritado, lógicamente, pero le había entrado tal vicio por el nabo de su amante, que aún pasándolas jodidas al metérsela, se bajaba las calzas o levantaba la túnica y se doblaba, separándose las cachas con sus manos, para que Froilán le entrase a saco en cualquier sitio. Y durante esa fiesta, el salido Froilán se la metió un par de veces sentándolo en su regazo. Terminaba con la cabeza del capullo como una berenjena de morada de tanto rozarla dentro del crío, pero no se la había sacado todavía y ya estaba pensando en metérsela otra vez.
Guzmán escuchaba el aliento de Nuño en su nuca y el ronroneo de la lengua buscando el lóbulo de una de sus orejas para hacerle cosquillas. Y su pene manchaba las ricas ropas del príncipe porque se deshacía de gusto sabiendo que su amante lo deseaba. Se le erizaba el escaso e imperceptible vello que descendía por la parte posterior de su cuello y sentía escalofríos por el centro de la columna como si estuviese a la intemperie en una noche de frío invierno. Y, sin embargo, por dentro el calor lo sofocaba y sentía sudores entre las piernas que pasaban por el ano e iban por la raja del culo hasta encontrarse con un temblor en la base de la espalda. Guzmán estaba cachondo como una perra y necesitaba que la montase el macho hasta dejarla espatarrada y con el coño echando humo.
Era asombroso ver a unos hombres que mataban por instinto como fieras salvajes y odiaban y amaban con idéntica pasión, sangrando sentimientos y derramando lágrimas, acariciarse con una ternura propia de seres inmateriales. Eran hombres todavía jóvenes, pero curtidos en la lucha por la supervivencia en medio de un mundo hostil que los arrastraba implacable a una muerte prematura al menor descuido. Y, por eso, apuraban el vaso del placer y agotaban sus energías en un ansia insaciable de felicidad. En aquellos días que permanecieron con Omar y Asir, Nuño y Guzmán se olvidaron de todo aquello que no fuesen ellos mimos, sin que existiesen ni reinos ni condados, ni rangos ni títulos que se interpusiesen entre los dos.

Todavía no había caído el sol al entrar en la vega a orillas del Genil y ya deslumbraba altiva con los últimos rayos la alcazaba granadina. Encaramada sobre la ciudad, jugando con el Darro, lucía en lo alto de sus torres la enseña del rey Mohamed II. La hermosa al-Qal'a al-hamra. la fortaleza roja, la Alhambra, una medina fortificada que albergaba en su interior los palacios que iban construyendo los monarcas de la dinastía nazarí, se enseñoreaba de la ciudad surgiendo de la ribera del río.
Pero no era en ese alcázar donde estarían Froilán y Aldalahá esperándolos con el rey, puesto que residencia del monarca estaba todavía en el palacio real de los ziríes, en lo más alto de la colina del Albaicín, coronando Al Casba Cadima, o alcazaba vieja. Y ellos no subirían al palacio real hasta el día siguiente. Omar les había ofrecido como hospedaje el suyo, situado en el barrio de Hizn Mauror y conocido con el mismo nombre, Torres Bermejas, con tres torres, con puerta abierta entre dos de ellas, y un baluarte y aljibe de dos naves. En ese palacio ya los esperaban para atenderlos con los honores acordes a huéspedes tan distinguidos, sin olvidar que para todos los habitantes de ese reino, Guzmán era el príncipe Muhammad Yusuf, el descendiente directo del gran califa.

El conde y su mancebo bebían cada noche el néctar de sus cuerpos exudado por los poros al lamerse y besarse sin dejar resquicio en el que notar la vida del otro. Los dos querían olvidar por unas horas las perspectivas de futuro que les condenaba a la separación. Guzmán lloraba en silencio lo que parecía inevitable al volver a Sevilla, pero no quería que Nuño adivinase sus miedos, sin parecer darse cuenta que al conde le daba un tremendo pánico terminar el viaje a Granada.

Aún era temprano para ir al palacio del rey y los dos jóvenes, protegidos por cuatro fríos guerreros imsebelen, recorrieron el barrio de Al Casba para ir luego al Albaicín y dirigirse despacio a las puertas del palacio real. Granada era un hervidero de gentes variopintas a esas horas de la mañana, entre los que iban o volvían del zoco, o se ocupaban de sus negocios y asuntos visitando a otros mercaderes y artesanos de todo tipo. La algarabía alegraba el oído y el calor se hacía notar al avanzar el día.
Al llegar al palacio, un comité de bienvenida, presidido por el propio rey, salió a recibirlos al gran patio principal del recinto y nada más ver al chico, lo abrazó llamándolo hermano y proclamando en alta voz que se sentía honrado de recibir en su humilde casa a un príncipe por cuyas venas corría la sangre de tan nobles casa reales. Guzmán, ahora Muhammad Yusuf, agradeció al rey su amabilidad y abrazó a Froilán y Aldalahá, antes de ser presentado oficialmente a la corte de Mohamed II, entre los que se encontraba su visir y padre de Asir.

Se habían organizado festejos y banquetes con danzarinas, malabaristas y faquires, sin olvidar encantadores de serpientes de Asia y poetas y músicos de reconocido prestigio en el reino. Los jardines del palacio relucían al darle el sol a las cortezas de los diferentes árboles, porque estaban cubiertas de bronces y cobres, e incluso de plata y oro, para relumbrar tanto por el día como por la noche a la luz de las antorchas, que multiplicaban su brillo y el fantástico ambiente coreado por el murmullo de los chafariz que lanzaban el agua compitiendo en un dulce canto con otras fuentes. Por todas partes olía a jazmín y azahar, que querían superar a la rosas con sus perfumes, pero el incienso y otros esencias les hacían difícil dejarse notar sobre el resto.
Tras la celosía del harén se escuchaban rumores femeninos, probablemente comentando la apostura de ese joven príncipe y sus amigos, pero sólo la primera esposa y madre del heredero, aparecía en público junto al rey, llevando velado el rostro y rodeada de esclavas y eunucos. Y mientras comían y reían, deleitándose con la lucha entre dos hermosos jóvenes semidesnudos, Guzmán le habló de Omar y Asir a Mohamed y éste puso mala cara al principio, pero cambió el gesto y el tono de voz ante las persuasivas razones que le daba el mancebo. El conde también trato del asunto que le llevara hasta allí y no hubo problemas para que el rey nazarí firmase al siguiente día el documento, deseando larga vida y numerosa descendencia a su amigo el rey Alfonso de Castilla y León.

Lo importante para Guzmán era haber conseguido reconciliar al rey moro con el príncipe Omar, dejando a un lado sus viejas diferencias y el rencor del visir por haberle arrebatado a su hijo menor. Y la última noche que pasaron en Granada, hubo otra cena por todo lo alto, pero en el palacio de Omar, siendo él otra vez el anfitrión que agasajaba al conde y su amado compartiendo con ellos unas horas de dicha al lado de Asir, que volvía a sorprender al conde por la armónica constitución de su cuerpo.

Ya sólo restaba amarse en la intimidad de un lujoso aposento del palacio de Omar y partir con las primeras luces rumbo a Sevilla.
A la corte del rey Alfonso el sabio, el tío de Guzmán, para enfrentarse al destino que les esperaba a los dos jóvenes amantes.

viernes, 8 de julio de 2011

Capítulo LVII

Todas las miradas se alzaron buscando primero la trayectoria y luego la procedencia del disparo, pero sólo dedujeron que venía desde un punto impreciso y el arquero seguramente se ocultaba tras unas rocas a algo más de un tiro de piedra. Omar, furioso, ordenó la caza del vil asesino y varios de sus hombres cercaron la zona dispuestos a rastrearla hasta dar con el solapado cabrón.

Aldalahá y Froilán se apresuraron a atender al conde, ayudando a levantarse del suelo a Asir, que ágil como una pantera adivinó por el silbido cual era el destino de la flecha y se abalanzó sobre Nuño derribándolo al suelo. Pero no pudo evitar que le alcanzasen en el hombro izquierdo, justo encima del pecho. El conde todavía con la saeta clavada en su carne, quiso levantarse pero le fallaron las piernas. Estaba perdiendo sangre y era preciso romper el asta y extraer la punta de hierros cuanto antes, cortando la hemorragia y evitando una infección en la herida.

Asir corrió para traer a un médico, que era experto en ese tipo de lesiones, y Omar tomó el mando de la persecución del rastrero autor de la felonía que casi acaba con la vida del conde feroz. Don Froilán era partidario de sajar la carne y quemar la llaga con la hoja de un puñal incandescente, pero el médico, ducho en los protocolos de la medicina árabe y oriental, sin olvidar la egipcia, además de la clásica propia de la antigua Grecia, le disuadió de tal cosa y procedió con mucho cuidado a desclavar del cuerpo de Nuño el punta de flecha y taponando la herida con rozos de tela muy fino, casi trasparente, que parecían gasas, aplicó sobre la carne lastimada un emplasto de musgo y otras hierbas curativos que evitasen la inflamación y la putrefacción de los tejidos, para terminar inmovilizando el hombro del conde sujetándolo con vendas muy apretadas.
El primo de la reina no estaba muy convencido del remedio, pero Aldalahá disipó sus dudas y le dijo que les regalaría a él y al conde sendos libros sobre medicina, además de recetarios para elaborar remedios curativos, sin necesidad de recurrir a prácticas tan drásticas y tremendas como quemarle la carne a un hombre como si fuesen a marcarlo como a una res. Peor, puesto que a los esclavos se les podía marcar a fuego, pero no se les ocasionaba tanto dolor y secuelas posteriores como cuando a un guerrero le abrasaban una llaga para intentar curársela. Los métodos usados en los reinos mayoritariamente cristianos, en cuanto a religión y conocimientos, eran un tanto bárbaros a juicio de aquellos otros donde se cultivaban las ciencias de otras culturas más antiguas traídas a la península por los árabes.

Cuando Guzmán vio llegar al conde a su aposento, sostenido por sus dos amigos, creyó desfallecer del susto. Qué le habían hecho a su amante sin estar él a su lado para defenderlo!. Así se lo dijo a Nuño y éste, aún reconociendo íntimamente que por dos veces le había salvado el pellejo, respondió: “Ni siquiera una paliza de antología ha bastado para refrenar tu impertinencia?. Serás jodido!. Es que ahora va a resultar que si tú no estas conmigo corro todo tipo de peligros y riesgos?. Y hasta puede que tengas razón por esta vez. Pero jamás estaré dispuesto a admitirlo fuera de estos muros de piedra. No ha sido nada y no sufras por mí que estoy vivo y coleando. Sobre todo la lombriz que llevo colgada entre las piernas, que con sólo verte ya se agita y se pone tiesa. Hazme un sitio a tu lado que ahora estamos los dos iguales de fastidiados. Tú en el culo y yo en un brazo. Menos mal que no es el derecho y aún puedo darte un soplamocos como te pases diciendo bobadas. Aparta el culo hacia un lado que voy a tumbarme pegado a ti para sobarte con la mano del brazo todavía sano”. Guzmán le dejó el sitio justo, para tenerlo más cerca y olerlo pegado a su nariz, y se movió hacia Nuño con la intención de apoyar el pecho en el del conde y alcanzar su boca con más facilidad. Y le preguntó a su amante: “Me lo vas a contar sin ocultarme nada?. Aunque supongo que es obra del marqués. Ese hombre se ha empeñado en matarnos, pero no lo conseguirá. El asesino tuvo mala puntería o pudiste esquivar la flecha?”.
“Nuño, más calmado, le respondió: “Esta vez me libre por los pelos. Y si no llega a ser por Asir no la cuento. Ese muchacho es muy rápido y me tiró al suelo, pero me alcanzó el puto mercenario en este hombro. Pronto estaré bien y nos iremos a Granada. Y te libras de pasarlas negras si nos fuésemos esta tarde como pensaba. Ahora descansaremos los dos. Sabes que me apetece darte por el culo?. Pero no creo que tus nalgas resistan un asalto. Nos besaremos y sobaremos sino podemos hacer otra cosa. Te duele todavía?”. “Sí. Pero me lo merecía por tonto. Si llegas a morir te seguiría en cuanto lo supiese. Toda mi vida eres tú, mi amo. Y si quieres follarme, me sentaré encima de tu verga y me moveré con ella dentro hasta que te exprima toda la leche”, contestó Guzmán, pidiéndole a los eunucos que le ayudasen a subirse encima del vientre de Nuño para meterse su polla por el ano y darle el placer que su amo deseaba.
Y volvieron a besarse después del polvo, pero entonces entró en el aposento Aldalahá con Omar y Froilán, para interesarse por el estado de ambos convalecientes, y el conde no sólo les agradeció la visita sino que, dirigiéndose a Omar, dijo: “Príncipe, estoy en deuda con vos y con Asir. Cuidaos del marqués porque también busca vuestra ruina”. Omar miró a sus acompañantes y respondió: “Ese hijo de perra ya no tiene dientes conque morder. Al cazar a vuestro agresor, también dimos con él y tuve que matarlo, pero antes le corté la lengua y le quité los dientes a golpes por traidor e infame. Ahora yace hecho pedazos al fondo de un despeñadero para pasto de las alimañas y los carroñeros. Ya no tenemos enemigo que procure nuestra muerte, conde. Podéis dormir tranquilo y gozar de la buena compañía que comparte vuestro lecho.... Alteza, espero que en breve os recuperéis para proseguir viaje cómodamente. Ordenaré que os sirvan aquí lo que se os antoje. Y si necesitáis más esclavos sólo pedidlos”.

Ya iban a abandonar la cámara y Froilán le comentó al conde lo que había dicho el marqués sobre los soldados del rey de Granada que vendrían a rescatarlos. Y consideraron que lo más prudente era que él y Omar se adelantasen para interceptarlos e ir a Granada con ellos, donde esperarían la llegada de Nuño y Guzmán, en cuanto se repusiesen algo más de sus dolores. Y dejaron otra vez solos con sus eunucos al conde y su mancebo.

“Vaya!. Está visto que me tienen que sacar las castañas del fuego tus amigos. Y para colmo, tu príncipe”, exclamó el conde, pero Guzmán protestó: “Mi amo, yo no tengo ni rey, ni príncipes, ni otro dueño que no seas tú. No soy más que tu sombra y tu deseo. Y mi único fin es servirte. El resto no es para mí ni quiero tener más honor que ser el esclavo de mi amo. No permitas que me alejen de ti, pues no lo acepto ni viviré sin tus besos y tu amor”.
Nuño quiso abrazarlo pero se resintió de su herida y se quejó maldiciendo la hora en que le habían pinchado un ala como a un gorrión.

Más tarde, el conde se enteraría de como había sido la muerte del marqués. Ya capturado el arquero y obligado a confesar quien le ordenara la muerte de Nuño, dijo que servía al marqués de Asuerto. Y nada más darle muerte, apareció en escena el susodicho aristócrata con una caterva de hombres a caballo, pretendiendo seguir mintiendo acerca de sus planes y su simulada alianza con Omar. Se atrevió a decir que venía de Granada y había logrado engañar al rey Mohamed para que le enviase a él como avanzadilla con el fin de localizar el refugio de Omar y rescatar luego al conde y sus compañeros, por lo que los soldados del rey nazarí se retrasarían unos días aún y de momento no acudirían en defensa de Nuño ni el doncel. Con lo que el príncipe podía estar tranquilo por haber secuestrado a la joven puta del conde, ese que osan decir que es un príncipe almohade. Omar torció el gesto al oír los insultos dedicados a Guzmán, pero se mordió la lengua para no explotar antes de tiempo. El príncipe ya había ordenado a su lugarteniente que apostase hombres estratégicamente, previendo ya la visita del traidor, y en cuanto el marqués soltó todo su veneno, Omar le increpó llamándole falaz cochino traidor y el marqués, al verse descubierto, cometió la torpeza de pretender un ataque contra el príncipe, al que sólo acompañaban no más de veinte guerreros.
Asir dio la señal y una nube de flechas poblaron el cielo abatiendo a más de la mitad de los rufianes del marqués. Y Omar cargó contra el resto acabando con todos en una encarnizada lucha y pasándolos a cuchillo aún después de muertos. Al marqués lo cogió vivo, pero no le perdonó la vida mucho tiempo. Lo colgó por los pies de un poste y le cortó la lengua ladina, rompiéndole los dientes a golpes de maza. Y con el vientre rajado desde el pene al ombligo lo arrojó contra las piedras desde lo alto de una cortada. Y ese fue el fin del felón que odiaba al conde feroz y deseaba su muerte y la de su mancebo.
En pocos días, Nuño partiría a Granada tan sólo con dos eunucos y cuatro imesebelen, dado que los otros dos señores ya se habían marchado con otros cuatro guerreros negros y los muchachos supervivientes de la delegación del rey de Castilla.

martes, 5 de julio de 2011

Capítulo LVI

Aquella noche se le hizo interminable al conde. Apenas durmió preocupado por el mancebo, que no paraba de quejarse y cualquier postura le suponía un martirio para sus carnes laceradas. Tampoco lograba quedarse dormido el chaval y Nuño, considerando que lo mejor era que descansase y recuperase las fuerzas con el sueño, le administró un somnífero recomendado por Omar y el crío quedó tranquilo y el rostro se le fue relajando a medida que pasaba el tiempo. Pero Nuño permaneció en vela casi toda la noche, al lado del lecho de Guzmán, lamentándose del arrebato de cólera que le indujo a arrearle en el culo al muchacho con tanta mala leche. Aunque se justificaba de haberlo hecho de ese modo, porque no era de recibo que un mocoso se tomase esas libertades en contra de su criterio. O lo que era peor, a sus espaldas escapando como un furtivo.
Y no contento con eso, se exhibió desnudo ante un macho, cuya fama de follador le precedía, y se atrevió a burlarse de todo un príncipe que manda sobre cientos de hombres bravos y aguerridos, seguramente pavoneándose para sus adentros de haberlo vencido por el ingenio en lugar de recurrir a la fuerza. A qué más pudo osar el muy atrevido!, se decía el conde mirando al crío con ganas de comérselo a besos, reconociendo muy a su pesar que era más listo que un ajo.

Aunque lo gracioso es que Omar no estaba ofendido ni enfadado con el pimpollo que le tomara el pelo. Al contrario. Al hablarle sobre el asunto y contarle todo lo sucedido, mostraba un íntimo orgullo por la inteligencia del chico y como supo engañarlo hasta ponerlo en el disparadero, picando primero su vanidad de macho taladra culos, logrando vaciarle los huevos, y rematándolo con un juego de ajedrez, reconociendo que cometió el error de infravalorar al chico y tuvo su merecido perdiendo como un primo.

Nuño, cuando Omar se lo contaba, se reía por dentro y recordaba las partidas que Guzmán echaba con Doña Sol, que era la mujer más lista que había conocido hasta entonces y siempre ganaba, pero eso no quitaba la gravedad de la falta cometida por el chaval y creía tener suficiente razón y motivos para darle semejante paliza. Quizás se había pasado un poco, mas así sería más improbable que Guzmán la olvidase y volviese a cometer otra hazaña de la misma naturaleza.

Antes del amanecer dio alguna cabezada sentado en un sillón de madera, en el que le habían puesto unos cojines para que no resultase tan duro e incómodo, pero nada más salir el sol se despertó como si un resorte lo expulsase del asiento. Se acercó al chico para ver como estaba y se quedó tranquilo al verlo dormido todavía. Así, con los ojos cerrados y una media sonrisa de niño bueno, daban ganas de rezarle como si fuese un ángel. Y, sin embargo, en qué berenjenales podía meterlo su intrepidez y poco sentido del peligro al muy insensato!. Nuño lo veía y se daba cuenta que cada minuto que pasaba con el chaval, valían toda una vida con cualquier otra persona de su entrono o de cualquier otra parte del mundo. Sólo Doña Sol estaba consiguiendo despertar por ella, en gran parte gracias al chico, un sentimiento nuevo superior al de la simple amistad a mero afecto.

Ya estaba despejado y no podría volver a dormirse ni dándose con un garrote en la cabeza, así que dejó entrar a los eunucos y sin mediar palabra les ordenó que se desnudasen y le mandó a Hassam que se postrase de rodillas para mamarle la verga y después que le comiese el culo al otro porque se lo iba a follar. Nada mejor que el sexo para olvidar un rato los problemas, aunque después regresen a al cabeza con más virulencia.
“Y ahora lavarme y vestirme”, les dijo a los dos castrados sin darle tiempo a Abdul a terminar de limpiarse la leche que le salía por el culo, pero que obedecieron rápidos como centellas no fuese a que les pusiese el culo la mitad de reventado que a su hermoso amo el príncipe Muhammad. Los críos también miraron como se encontraba el mancebo y después de atender al conde se dieron prisa en preparar lo necesario para hacerle la cura al muchacho convaleciente por la somanta propinada por su señor el conde.

No tardó en aparecer Froilán que venía a interesarse por el estado del chico, puesto que aún ignorando que Nuño le iba a calentar las posaderas, no hacía falta ser muy avispado para sospechar que se las pondría como un rescoldo de brasas al quedarse solos en el aposento. El primo de la reina conocía a Nuño lo suficiente como para saber como respiraba respecto a ciertos asuntos. Y uno era los métodos que utilizaba para meter en cintura a un crío desobediente. Y reconocía que el mismo también le hubiese zurrado la badana si fuese su amado. Porque con su salida de madre les hizo padecer a todos las penas del infierno. Y hasta Aldalahá, que justificaba todo lo que se le ocurría el mozo, lo hubiese puesto sobre sus rodillas para dejarle el pandero caliente.

Les llamó la atención los rumores crecientes y ruidos que oían en la guarida de Omar y salieron del aposento para enterarse que sucedía. Había agitación entre los servidores y esclavos, como si fuese a haber un acontecimiento importante, y el conde y Don Froilán, camino del salón principal, se encontraron con Aldalahá que les puso al corriente de lo que pasaba. O mejor dicho, de lo que iba a pasar antes del medio día.

Y a esa hora, se oyó un alarido que rasgó el aire y quebró las piedras y un rato más tarde otro volvió a erizar el vello de todos los hombres e invitados del príncipe Omar. Todos menos Guzmán presenciaban el empalamiento de los dos cretinos que pretendieron darle por el culo a dos de los muchachos que iban en el séquito de la delegación del rey de Castilla. Y ahora, cumpliendo la ley no escrita del príncipe proscrito, una vez que dos fuertes guerreros les perforaron el ano con sus pollas delante del resto de la tropa, otros hombres de Omar les metían por el recto una estaca hasta sacársela por la boca, empalándolos como escarmiento por su sucia lujuria.
La muerte fue horrorosa, pero un corto estertor aullando de dolor como lobos quemados vivos bastó para acabar su sufrimiento.

Omar lucía galas propias de su dignidad, al igual que Asir, que a la derecha del príncipe, su sonrisa y el fulgor de sus pupilas denotaban que había disfrutado una noche memorable. Todo lo contrario de Ali, que al lado izquierdo de su señor, miraba al suelo para no delatar la tristeza de las suyas, al fin de cuentas, aún siendo el favorito de Omar, sólo era un esclavo sexual y el otro, además de noble, el amor de su amo.

Nuño asistía también a la ejecución con los otros dos señores, él y Aldalahá impertérritos y Froilán sentía ganas de vomitar mirando con terror tal espectáculo sangriento. Lógicamente Guzmán no estaba para muchos trotes y permanecía acostado con el culo para arriba al cuidado de sus dos eunucos, que no cesaban de hacerle provechosas curas para que no le quedasen marcas de la lengüeta del látigo y refrescarle las nalgas como mejor podían, aplicándole hasta compresas de nieve traída de la sierra granadina. El conde se las había dejado hechas un poema en colores del violeta al morado intenso y hasta un soplido en ellas le resultaba insufrible.

Menudo panorama para viajar a Granada presentaba el culo del mancebo!. Cabalgar le era imposible y aún tumbado en un carro los traqueteos y saltos del camino, plagado de guijarros y piedras más que suficientes para hacérselas pasar putas, aconsejaban tomarse el asunto con bastante calma. Sin embargo el conde no estaba por la labor de retrasar más la salida, si bien tampoco tenía demasiados ganas de volver a Sevilla, ya que podía suponer la separación definitiva de Guzmán.
Y en esa controversia andaba el conde, cambiando puntos de vista con sus dos amigos y el propio príncipe Omar y su amante el noble Asir, cuando tendría lugar otro pérfido acontecimiento. A plena luz del día, estando los señores todavía en el exterior de la gruta de Omar, una silbante saeta se disparó desde alguna parte incontrolada y dirigida a un blanco muy concreto. Al pecho del conde de Alguízar.
Quién osaba atentar contra un invitado del príncipe?. Sólo un loco o un desesperado.

sábado, 2 de julio de 2011

Capítulo LV

Se les veía relajados, limpios, perfumados y vestidos con holgadas túnicas de tela fina en colores claros, sin otro adorno que el bordado en hilo en cada borde de la abertura delantera que dejaba al aire los pechos de todos ellos. Era una sugestiva visión ver los torsos de aquellos hombres jóvenes y bien constituidos, unos con la piel más oscura y alguno con vello sobre el pecho y un camino que iba a un bosquecillo en la parte inferior del pubis, anunciando un enérgico sexo que a veces apuntaba maneras asomando el glande por encima del ombligo.

Nuño estaba reclinado al lado de Omar y cada uno de ellos tenía apoyado en un muslo la cabeza de un muchacho más joven y hermoso como un efebo griego. En el de Nuño estaba la de Guzmán y sobre el de Omar era Ali quien se derretía con las caricias que su amo le hacía en el cabello. Y al otro lado de Omar, Asir reclinaba la cabeza en su hombro y miraba al esclavo favorito de su amante, sin rencor pero sin ninguna ternura hacia él.
Cerca de ellos, Froilán besaba a Ruper, sobándole el culo que lo mostraba desnudo al resto al levantarle su amante la túnica por detrás, y Aldalahá se dejaba acariciar por dos esclavos del príncipe destinados a atender a invitados con gustos refinados como los del anfitrión. Hassam y Abdul se mantenían casi pegados a sus amos, por si éstos necesitaban de sus servicios, y varios sirvientes atendían a los invitados del príncipe ofreciéndoles viandas muy elaboradas, dulces y frutos, sin vino, pero con diferentes infusiones y exquisitas bebidas refrescantes.

Omar hablaba con Nuño de cosas trascendentes a veces y en ocasiones solamente de banalidades, pero con una amable sonrisa y el acento propio de la amistad y comprensión entre ellos. Y aprovechando un receso para probar unos pastelillos de miel y almendra, muy ricos, el príncipe le preguntó al conde: “Señor, imagino el mal trago que habréis pasado al saber que vuestro amado había venido a verme. Supongo también que habréis pensado lo peor. Pero os aseguro que esa joya, cuyo pelo tenéis entre los dedos, ha sabido manejarme como jamás nadie lo ha conseguido. No os niego que mi intención era poseerlo a cualquier precio, puesto que ya me habían hablado de su belleza, pero, al verlo, la fuerza de su mirada me venció y fue dominándome como a un manso cordero. Ese muchacho puede ser más poderoso que todo un ejército. Y la prueba es evidente tan sólo con vernos sentados amigablemente como si fuésemos amigos desde siempre. De todos modos entiendo vuestros sentimientos, porque si hubiese sido Asir quien hiciese algo parecido, creo que no lo soportaría”. Omar besó a su amante en la boca y este le sujetó la mano conque acariciaba el cabello de Ali.

Y Nuño le dijo: “Mi enfado con este puto atrevido no es tanto por lo que vos le pudieseis haber hecho, sino por el dolor que me causó saber que estaba en peligro y no podía salvarlo a tiempo. La idea de su pérdida me trastornó, como me quita el sueño pensar que al volver a Sevilla su vida y la mía no podrán seguir el mismo camino. Su condición de príncipe lo llevará a un casamiento con una princesa extranjera y eso significa que se irá a un lejano reino. Y por su inconsciente valor, sin tener en cuenta a quien le quiere, he de castigarlo como se merece, aunque me duela hacerlo”. El conde apretó los dedos jalándole del pelo a Guzmán, que se quejó del tirón que le daba su amante, y Nuño añadió: “Vos como castigaríais a vuestro amado por algo parecido?”. Omar apretó con mucha fuerza la mano de Asir y respondió: “El sabe bien lo que le haría. Y en la cámara que mandé preparar para vos, hallaréis lo necesario para darle un escarmiento a vuestro amado. Nadie os molestará ni acudirá para molestaros. Y también encontraréis lo más conveniente para paliar y remediar los efectos físicos del castigo. Pero a mi no me temblaría la mano, conde. El dolor por un ser amado es excesivamente grande para perdonarle un desatino aunque no haya tenido consecuencias nocivas”. “No me temblará, príncipe. Y sé que sufriré tanto o más que él, pero lo haré”.

Guzmán no quería ni levantar la cabeza para no enfrentarse con la mirad de Nuño y aunque seguía tirándole del pelo no rechistó. Buscó con su boca el miembro del conde para besarlo, pero Nuño se lo impidió tirando más fuerte y ahora si chilló el mancebo. Las manos del crío se crisparon encima de la túnica del conde y se ladeó más ocultando el vientre para no dejar en evidencia que estaba totalmente empalmado. Saberse en manos de su macho lo excitaba, a pesar que sospechaba que esa noche lo pasaría muy mal por más que recurriese a sus encantos para impedir un merecido castigo, que le asustaba tanto como quizás deseaba sufrirlo por amor a su amo.

Y fueron desfilando a sus respectivos aposentos, primero Aldalahá con los solícitos esclavos que ya le habían puesto la polla durísima, luego le tocó el turno a Froilán, casi llevándose puesto a Ruper en la verga, y Omar y el conde decidieron retirase al mismo tiempo, pero Omar aún llevándose a cuatro de sus esclavos y yendo del bracete de Ali, esa noche dormiría solamente con su amado Asir. El príncipe necesitaba empaparse del sudor y de los jugos de se amado para mantener presente que era él por quien latía su corazón.
El conde entró en el aposento que le había reservado y tras él iba Guzmán feliz pero tembloroso sin saber bien que le esperaba, pero pronto se disiparon sus dudas y supo cual era el castigo que recibiría por su insensata aventura. Casi en el centro de la estancia, se veía un artefacto de madera, parecido a un banco, pero más alto que los destinados a servir de asiento, que en un extremo terminaba en un cepo para sujetar el cuello y las muñecas de un condenado a la pena de azotes. Nuño tumbó boca abajo al crío sobre el soporte de tablas y desgarró la túnica por la espalda hasta dejarlo desnudo. Y al lado de ese potro, colgaba un látigo con mango de plata labrada del que salía una lengüeta de cuero de cuatro dedos de ancho y tres cuartas de largo, atemorizando al chico que de repente le entraron unas irresistibles ganas de mear.

Guzmán suplicó que le dejase orinar antes de apresarlo con el cepo y separarle las piernas para atarlas por los tobillos con correas de cuero, pero el conde, implacable, le dijo: “Méate encima si no puedes controlar tu miedo. Demuestra lo valiente que eres y asume las consecuencias de tus actos”. Y ya no dijo nada más. En cuanto terminó de amarrar bien el crío, empuñó el azotador y resonó en la bóveda el primer golpe sobre la carne del chaval, dejando un rastro silbante en el aire. Guzmán no quiso gritar ni gemir por el ardiente dolor que laceró sus nalgas, pero las lágrimas ya asomaban a sus ojos por el castigo y el remordimiento por infringirle tal sufrimiento a su dueño y señor. Hassam y Abdul estaban sentados a la puerta del aposento y desde el primer azote que oyeron se abrazaron para llorar en silencio y tragándose los mocos de pena y lástima por el dolor de su amado príncipe Muhammad.

Fue de tal naturaleza y ensañamiento la flagelación de Guzmán, que con pocos lametazos de la correa, su piel saltaba despegándose de la carne roja y entumecida de tanta quemazón como sentían los glúteos del chaval. Pero al conde no le bastaba con eso y apretó el ritmo y la fuerza conque descargaba el látigo sobre el trasero de su amado. Y sordo a los quejidos y súplicas de Guzmán continuó zurrándole con toda su alma hasta que no le dejó ni una brizna de piel en el culo. Ya estaba en carne viva y la sangre salía de las brechas producidas en la carne, cubriendo de rojo las nalgas y notando tanta quemazón en ellas que el chico casi pierde la consciencia.
El conde soltó la fusta de Omar y levantó la cabeza de Guzmán para verle el rostro lleno de lágrimas, mocos y babeando por la boca como un toro herido. El chico con los ojos vidriosos y medio cerrados por le agudo dolor, balbuceó suplicante que le perdonase y se apiadase de él. Y Nuño no le habló ni le beso, sino que se colocó detrás del chico y dejó caer el peso de su cuerpo sobre su espalda para darle por el culo, apretando bien su cuerpo contra la carne macerada y sanguinolenta del mancebo. Los chillidos debieron oírse hasta en Granada, pero Nuño siguió montado sobre Guzmán hasta que lo llenó de leche dos veces seguidas. Y el crío se desmayó al correrse sólo una vez con la primera descarga del conde.
Entonces Nuño abrió la puerta y dejó pasar a los eunucos, hechos un mar de llanto, y les ordenó que atendiesen a Guzmán y le pusiesen apósitos en el culo con ungüentos suavizantes y árnica. Y sobre todo que le limpiasen bien la sangre y arrancasen los restos de piel para que volviese a salirle otra nueva y limpia que nadie hubiese tocado antes. Guzmán tardó en recuperar el sentido y volver a estar entre los vivos. Y, al hacerlo, lo primero que vio fue a su amante que vigilaba su estado.
Y nada más abrir los ojos a la luz, lo besó en la boca diciéndole que lo amaba hasta perder la razón por tenerlo a su lado.