Autor: Maestro Andreas

jueves, 14 de julio de 2011

Capítulo LIX

La noticia cruzó el firmamento sobre toda la corte del rey de Castilla como un relámpago rasga el cielo en una negra noche de tormenta. Nadie podía creerlo y los corazones de muchas damas y también de muchos más caballeros de los que se pudiese pensar, se cubrieron de tristeza y dolor. El doncel del rey había muerto al regresar a Sevilla.

La versión que conocían los dos monjes portadores de la mala nueva, era que al atravesar un estrecho cañón en la serranía, una culebra salió al pedregoso camino asustando al pura sangre que montaba Guzmán, despeñándose ambos hasta caer en un río turbulento que los arrastró corriente abajo, destrozando sus cuerpos contra las rocas.

El conde no regresaba con el joven, puesto que él ya había decidido volver de nuevo a sus tierras para esperar allí a Doña Sol. Al volver de Granada, Nuño y Guzmán pidieron licencia al rey para ir juntos a buscar los secretos objetos ocultos por el chico y que había recibido de su madre antes de morir. Muy de mañana, habían partido de la corte con destino desconocido, pero tirando hacía el norte, y Doña Sol, con claros síntomas de embarazo, esperó a emprender viaje hacia la tierras de su esposo, donde se encontraría con él.

Se había decidido así, porque la joven condesa llevaría un numeroso séquito y viajaría más despacio que los dos jóvenes, ya que las carretas tiradas por bueyes y mulas, no recorrían el mismo espacio a la velocidad de unos caballos de pura sangre árabe. Y el conde ya no regresaría a Sevilla con Guzmán, al que el rey le había comunicado su intención de desposarlo con la anunciada princesa extranjera.
En la corte no se hablaba de otra cosa y las damas hacían cábalas sobre la supuesta hermosura de la joven afortunada que casaría con el más bello doncel del rey. Y a Guzmán, que debería irse al país de la muchacha tras la boda, se le caían los huevos a plomo sólo de pensarlo. Qué coño iba a hacer él con una mujer, que no fuese la esposa de su amante?. En los planes del joven no estaba irse con nadie ni a ningún otro lugar que no fuese Nuño con él. Sin embargo, no podía desobedecer a su tío el rey.

Los dos amantes cabalgaron a uña de caballo con los dos eunucos, los ocho imesebelen y seis soldados del rey como toda escolta, sin apenas descansar para alejarse cuanto antes de la corte y sus murmuraciones y apuestas.
Porque, sobre todo los caballeros, apostaban dineros tanto por la belleza de la princesa como por el éxito del matrimonio, al que pocos le auguraban descendencia ni una larga vida juntos. Pero todo eso a Guzmán le traía sin cuidado y no prestaba oídos ni a menosprecios o halago de ese tipo. Deseaba que su vida fuese otra y en su intención no estaba cambiarla por nada.

Algunas jornadas más tarde, llegaron a un valle muy verde dominado por un otero en cuya cima se veían las ruinas de lo que fuera una pequeña ermita de arquitectura visigótica. Ascendieron solos Nuño y Guzmán y el chico llevó al conde hasta lo que parecía una simple piedra sin nada especial, pero donde con un poco de atención se veían unas muescas que podía ser dos letras. La M y la F. Guzmán metió la mano en una grieta y una piedra más pequeña, todavía puesta en los restos de un muro, se movió y el chico la quitó de su sitio para sacar luego un cofre de bronce viejo y mohoso. Lo abrió sin decir palabra y dentro estaba una bolsa pequeña, de la que sacó el anillo de oro con el emblema del califa, su abuelo, y un bastón de dos cuartas de largo, hecho de una madera oscura y guarnecido de plata renegrida por el tiempo. Y eso eran todos sus tesoros.
Guzmán le dijo al conde que su madre sólo le había dado esos objetos, pero ningún pergamino o algo parecido. Y lo que no se imaginaba era para que servía un bastoncillo tan corto y de un diámetro exagerado para su longitud. Nuño examinó el tubo y se dio cuenta que uno de los extremos se movía. Tiró hacia fuera y resultó ser una tapa. Aquello contenía un pergamino enrollado. Y al abrirlo, pudo leer lo que decía el padre de Don Froilán. Se trataba de una acta donde constaba el matrimonio del infante Don Fernando con la princesa Fátima, hija del califa de Al-Andalus, y el posterior nacimiento de un varón, hijo primogénito del matrimonio, al que se le bautizó con el nombre de Guzmán y recibió el nombre árabe de Muhammad Yusuf y todo la parafernalia consiguiente a títulos y rangos. “Lo que hacía falta por si todavía quedaban dudas sobre la sangre de este crío!”, gritó Nuño desesperado. Y añadió sonriendo: “Alteza, después de vos. Esta noche te daré otra paliza por si esto se te sube a la cabeza”.
“Mi amo, todavía tengo el culo tierno para que me zurres con una correa. Hazlo con la mano y no te ensañes con tu esclavo”, suplicó Guzmán sonriendo del mismo modo. Y que hay en esa piedra que tiene esas letras?”, preguntó el conde. “Ahí está mi madre. Por eso puse esas iniciales”,contestó el chico. Y Nuño repuso: “Entonces, sabías que se llamaba Fátima”. “No del todo. Ella me dijo que , las pusiese, pero no me dijo el motivo”, aclaró Guzmán. “Haré que levanten los restos de tu madre y le enterraré en mi feudo como se merece”, dijo el conde.

Ya sin secretos por desvelar, pasaron un día juntos y se separaron. Nuño se fue a sus dominios a esperar a su esposa, acompañado por los soldados del rey y trasportando los huesos de la princesa Fátima, y Guzmán regresaba a Sevilla con los eunucos y sus fieros escoltas africanos. Y al parecer, unos días después ocurría la tragedia.

Según contaron los religiosos y como le habían dicho a ellos los eunucos, los imesebelen, sin lograrlo, siguieron el curso de las aguas rastreando las márgenes del arroyo buscando los despojos mortales del muchacho, para rescatarlos y llevarlos a Sevilla con el fin de darles sepultura como descendiente directo del último gran califa almohade de al-Andalus, incluyendo también los ritos propios a su condición de príncipe de la casa de Borgoña en los reinos cristianos del rey sabio, su tío. El rey, apesadumbrado por la muerte de su sobrino, al que le debía los honores de toda una vida privado de rango y fortuna, prometió hacerle los más solemnes funerales habidos en su corte y su deseo era enterrarlo en la catedral de Sevilla. Pero Doña Sol, con el alma deshecha en jirones, le rogó al rey que si se recuperaba el cadáver del mancebo, era su deseo y el de su marido, seguramente, llevarlo a sus tierras para levantar un mausoleo en su honor, donde constase su doble condición de príncipe de dos razas y culturas.

Ni el rey ni la reina tenían consuelo y les costó reaccionar ante el hecho consumado e irrefutable de la pérdida de su sobrino, pero comprendiendo también la amargura de la condesa y su tristeza sin medida ni alivio posible, así como la que tendría su esposo Don Nuño, por mediación de Don Froilán, le autorizó a la condesa irse de la corte y proceder como decía para honrar a tan valiente muchacho de su misma sangre. El monarca ordenó una semana de luto en todos sus reinos y Doña Sol, con sus criadas, pajes y servidores, partió camino de los dominios del conde, escoltada por los monteros reales, según voluntad expresa del rey. La comitiva partió de madrugada, en silencio y llevando a la joven condesa en un carromato especialmente acondicionado para un largo viaje, puesto que la muchacha estaba encinta y esperaba el primer hijo de Don Nuño. Doña Petra la atendía a todas horas y le preocupaba que el disgusto por la tragedia afectase a la criatura, pero su señora parecía hecha de una pasta especial y el sufrimiento por la desaparición de Guzmán, le daba una serena hermosura y tranquilidad que sólo con verla consolaba al más afligido.
Un alférez no se separaba de ella y cabalgaba al lado del carro, quedándose cerca durante las paradas de descanso. Y, por las noches, como queriendo calentar el frío de la ausencia del ser tan amado por ella y su marido, Sol abría una rendija en la carpa, o se asomaba a la ventana si se hospedaban en algún mesón o castillo, y miraba las estrellas como si desde alguna de ellas la viese Guzmán. Amaba al muchacho y la vida sin él no podría ser la misma. El viaje fue penoso y pesado con jornadas largas y agotadoras, sobre todo para las damas, incluso más que para la condesa a pesar de su estado de gestación. Pero, a marchas forzadas, iban superando etapas hasta que divisaron sus territorios y tras un último esfuerzo, veían ya los torreones del castillo del conde de Alguízar. Doce jinetes de las tropas del conde le salieron al encuentro y su capitán saludó a su señora en nombre del conde, dándole la bienvenida a su casa.

Unos meses más tarde la vida volvió a la normalidad en la corte y la reina alumbró una hija, Berenguela, que pronto sería la heredera del reino hasta el nacimiento de su hermano Fernando, dos años más tarde. Y en el castillo del conde de Alguízar también nació un varón, que recibió el nombre de Fernando, en recuerdo del padre de Guzmán, y de apellido el que le correspondía por ser hijo de don Nuño, Núñez, y un gentilicio en recuerdo del mancebo, más el señorío de La Dehesa, que por decisión del rey sería para el primer hijo varón del conde y Doña Sol. En consecuencia el niño se llamó Don Fernando Núñez de Guzmán, Señor de la Dehesa desde su nacimiento y Grande del reino.

Los padres y toda su casa estaban locos de contento por la buena nueva y la hermosura del vástago que era la alegría del castillo del conde feroz.

2 comentarios:

  1. Que bonito, espero que haya más...lo has escrito tu ?,me ha gustado mucho tanto el contenido como la forma de expresarte,tienes talento¡
    Saludos stephan.

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  2. Señora, ya quisiera yo escribir una décima parte de bien.
    El autor es el Maestro Andreas.
    Gracias por su comentario.
    Besos

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