La desolación se adueñó de los tres señores al darse cuenta que Guzmán había ido solo a meterse en al guarida de Omar. Con qué intención, se preguntaba Froilán, ya que el conde no podía ni pensar por la desesperación. Pero Aldalahá tenía la respuesta. Guzmán conocía la fama de Omar y su debilidad por los bellos mancebos y también que como noble príncipe granadino, era refinado y educado y amante de las cosas hermosas de la vida. Y sin calibrar suficientemente las consecuencias, Guzmán elaboró su propio plan al margen del que debatieran a iniciativa de Nuño.
Aprovechando la atención de los otros a las explicaciones y respuestas del conde, silenciosamente y con la agilidad que le diera su vida de furtivo, se escabulló reptando por el suelo hasta llegar a su caballo. No se montó, sino que le habló para que no pifiara ni patease el suelo y lo condujo despacio fuera del alcance de los guerreros negros de su escolta. Y cuando ya no podían verlo se subió al noble bruto, pero caminaron despacio para no hacer ruido, hasta que la distancia fue suficiente para trotar y cabalgar después en dirección al cuartel general de Omar.
No hizo más que aproximarse a La Alpujarra y unos hombres armados le salieron al paso. Eran cuatro y si bien pudiera enfrentarse a ellos y hasta matarlos, eso no estaba en sus planes por el momento y les dijo quien era y que deseaba ver a su jefe el príncipe Omar. Los guerreros inclinaron la cabeza ante él al oír su nombre árabe y conocer su condición de nieto de un califa y lo escoltaron piedras arriba, por caminos de cabras, hasta llegar a una especie de poblado de grutas habitadas. Y en la entrada de una de ellas, adornada con un toldo sostenido por barras de bronce, se detuvieron indicándole al guardián que el deseado príncipe Muhammad Yusuf An-Mustansir, nieto del gran Muhammad An-Nasir, califa de al-Andalus, venía a ver al príncipe Omar Ben Jasit, heredero del reino de Granada.
Casi al mismo tiempo un hombre todavía joven apareció en la entrada, vestido con moderación pero elegante dentro del estilo propio de Granada, y se inclinó ante Guzmán saludándolo al modo árabe. Y acercándose después para sujetar las riendas del pura sangre, dijo: “Alteza, mi señor tendrá un inmenso placer al recibiros en su casa”. El mancebo correspondió con el mismo ademán respondiendo al saludo y de un brinco se apeó de Siroco.
Y acompañado por aquel hombre entró en la cueva, donde las antorchas jugaban sobre los muros imaginando mil figuras extrañas y a veces algo sobrecogedoras. Caminaron un trecho bien iluminado y llegaron a una cavidad amplia decorada como el salón de un gran palacio. Y allí se levantó de su poltrona de mullidos cojines otro joven, que por su aspecto no cumpliera aún los treinta años, y llegando hasta Guzmán lo saludó con respeto, tratándolo más que a un igual: “Mi señor, permitirme acogeros en mi humilde casa y dar la bienvenida a un descendiente directo del gran califa de al-Andalus. Alteza, no deseo ser insolente, pero quiero deciros que sois muy valiente viniendo sin escolta y sin saber cuales puedan ser mis intenciones hacia vuestra persona. Pero os agradezco el gesto de hacerlo así y os aseguro que nadie tocará de forma irreverente ni un solo pelo de vuestra cabeza. Sentaos conmigo alteza”. Pero antes de hacerlo, Guzmán añadió: “Os agradezco esas palabras y no creo que fuese imprudente viniendo a veros, puesto que doy por sentada la generosa hospitalidad de un príncipe hacía su igual. Señor, nada temo de un espíritu culto y refinado como el que sé que tiene mi anfitrión. Y no esperaría otra cosa de un príncipe de vuestra estirpe, que el trato más generoso y atento que esté a vuestro alcance”. Y dando la mano a Omar, los dos se acomodaron en la amplia poltrona.
Y Omar preguntó: “Decidme, mi señor, que os trajo hasta mi casa?”. “Ante todo conoceros”, respondió Guzmán. Y Omar contestó: “Eso me halaga, alteza. Y además de eso?”. Guzmán no titubeó y dijo: “Y a reclamaros los seis jóvenes de mi séquito que os trajisteis como esclavos. Uno de ellos es especialmente estimado para mí”. “Sólo eso, mi señor?”, preguntó Omar. “No”, respondió Guzmán. Y añadió: Príncipe, no tengo nada en contra del rey Mohamed, ni sé si su derecho al trono es mejor o peor que el vuestro. Ni tampoco cual es el origen verdadero de vuestra disputa. Pero me duele que un hombre de vuestra valía se alíe con gente indeseable y emprenda una aventura que no prosperará ni llegará a buen fin. Os enfrentáis a Castilla, príncipe. Y eso no os conviene para vuestros intereses en Granada. Aldalahá me habló sobre vos y creo conocer vuestra sabiduría y delicadeza para apreciar la belleza de las cosas”. Omar sonrió y contestó: “Y también de los hombres, alteza. Vuestra fama no os hace justicia, porque sois más bello que lo que pudiera imaginar antes de veros. Señor, conquistaría para vos todos los tronos del mundo con una sola palabra de vuestra boca”. Guzmán lo miró penetrándolo con su mirada de fuego y le preguntó: “Tan sólo con una palabra?. Eso bastaría para teneros a mis pies, príncipe?. Yo no deseo coronas reales, pero si buenos amigos que sepan disfrutar de la hermosura de la vida como yo”. “Disfrutar con vos sería mi dicha, alteza. Y después de veros en persona sólo podría ser vuestro esclavo. Sois tan hermoso!”, dijo Omar, admirando al chico con devoción casi religiosa.
Y Omar alargó la diestra para tomar la mano del chico y éste se la ofreció y el otro la besó con tal respeto y delicadeza que conmovería a cualquier dama de la corte de Sevilla por más refinada y exquisita que fuera. Luego la soltó y fijó los ojos en los de Guzmán esperando algún deseo del muchacho. Y el mancebo le dijo: “Quisiera quitarme estas ropas de guerra y ponerme algo más cómodo para estar en vuestra compañía”. El otro, loco de contento, se levantó para llevarlo a otro aposento más apropiado, donde sus esclavos le servirían y atenderían en cuanto desease. Y el chico lo siguió y entraron en un habitáculo abovedado en el que unos jóvenes esclavos aguardaban al amo, pero que al ver a Guzmán se postraron pegando la frente al suelo y permanecieron así hasta que Omar les dijo que se alzasen y cuidasen a su invitado con más esmero que a él mismo.
Omar retrocedió para salir, sin darle la espalda a Guzmán, pero éste le dijo: “Quedaos, príncipe, y espero que no os asuste mi desnudez”. Omar creyó estar en el paraíso al ver como las ropas caían del cuerpo del joven y dejaban al descubierto su perfección, que en su opinión era casi divina. Guzmán se mostró tal y como era, sin ningún atavío ni adornos, y Omar cerró los ojos para conservar en sus pupilas su imagen. Y Guzmán reclamó su atención diciendo que quería ver a sus seis servidores. Al tiempo que se ponía de espaldas dejando verle su precioso culo tan redondo y duro que hasta sin tocarlo se apreciaba su consistencia. El mancebo provocaba la lujuria de Omar, consciente de su atractivo, pero arriesgando el poder dominarlo y salir airoso del trance en que se había metido.
Omar hizo venir a los seis muchachos, ya bañados y vestidos al uso de un esclavo, pero todavía enteros y sin ser tocados por nadie. Y le dijo a Guzmán: “Mi señor, permitirme que además de devolveros a estos jóvenes, os regale todos los esclavos que os gusten para serviros, alteza”. Pero Guzmán le respondió: “He leído en sus caras que no sería justo privarles de su amo, ni a vos de ellos, cuando tanto os aman y adoran. Estos esclavos no son como los otros, ni tampoco simples servidores, y deben estar al lado de su señor, porque para ellos es su vida y el aire que necesitan para respirar. Y, además, tener que darse a otro sería traicionar al hombre que más amaron”. “Vos amáis también, mi señor?”, pregunto Omar. “Sí. Amo y jamás podré amar a otro ser por hermoso y atractivo que sea”, afirmó Guzmán.
Omar se entristeció, pero admiró la franqueza del joven príncipe que ni en peligro de perder su vida abjuraba de sus sentimientos ni mentía sobre lo que le dictaba su corazón. Omar vio en él la sinceridad y nobleza propias de un alto príncipe real y su sentido del honor y dignidad lo cautivaron perdidamente. Hubiese matado por conseguir los favores del muchacho, pero también se hubiese matado antes de lograrlos por la fuerza y violar el cuerpo del joven doncel del rey de Castilla y heredero de un califa.
Y, sin embargo, por mucha deferencia que mantuviese con el muchacho, no cabía duda que por el momento estaba cautivo e indefenso en sus manos y totalmente a su merced para hacer con él lo que le saliese de la punta de la polla.
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