Autor: Maestro Andreas

sábado, 5 de febrero de 2011

Capítulo III

Bernardo entró en la sala y quiso volver a salir sin molestar a su señor y apartarlo de sus pensamientos, pero éste le llamó y le preguntó: “Duerme?”. “Sí, mi señor. Se quedó acurrucado en el lecho como un niño”, respondió el criado. “Está bien”, asintió el conde. Pero el sirviente añadió: “Cuando queréis que lo prepare, señor?”. El joven noble se miró las manos, bebió un trago de vino y respondió: “Por el momento déjalo que duerma tranquilo. Y ahora dispón lo necesario para usar a dos de los perros todavía no adiestrados. Los últimos que cacé. Quiero domesticarlos pronto”.

El criado acató la decisión de su amo, pero antes de cruzar el umbral de la entrada se volvió y le dijo: “Mi señor, sus ojos no son los de Yusuf. Solamente son negros pero no son los suyos, mi amo”. Nuño levantó la mirada y sin volver la cabeza contestó: “Lo sé. Pero son intensos y brillantes como la noche de luna llena. Y su mirada es más hiriente que la de Yusuf. Es hermoso, verdad?”. “Sí, mi amo. Lo es. Demasiado bello para ser un vil rufián, pero no es el precioso muchacho que vos queréis ver en él, mi señor”, respondió el siervo, que en realidad era un esclavo aunque no llevase el anillo de hierro al cuello como los otros que servían al conde.

El esclavo salió y el señor hundió su rostro entre las manos y no pudo evitar sollozar como el día que perdió a su amor. Aquellos ojos oscuros como un pozo donde se reflejan los astros para chispear sobre el agua profunda, le desazonaban y traían a su memoria recuerdos de dicha y placeres casi olvidados por el dolor y la amargura. Lo más diferente entre el zagal y Yusuf era el cabello, oscuros ambos pero el de Guzmán era lacio y no rizado como el del otro. Y a Nuño le atraía el movimiento del pelo de ese chico cuando bajaba o levantaba de golpe la cabeza. La tela blanca en que lo habían envuelto resaltaba el color tostado de su piel recién bañada, pero oliendo a él mismo sin dejar que el jabón tapase ese aroma natural del muchacho.

Nuño se levantó medio ebrio, pero manteniendo el equilibrio todavía, y se dirigió a la cámara donde dormía Guzmán. Lo vio sobre la cama tapado solamente con el fino paño blanco y se sentó en un borde del lecho para admirar la criatura que había cazado ese día. Y destapó su cuerpo dejando al descubierto su carne y que emanasen los efluvios que le extasiaban su olfato como el perfume más exquisito que pudieran traerle desde oriente.

Observó el pene dormido, pero vivo y latiendo sobre el vientre del chaval, descansado sobre el vello púbico rizoso, y paseó los ojos por los muslos hasta bajar por el resto de las piernas con algo de pelo y fijarse en los pies lastimados por ir mal calzado. Le gustaba el pecho ya fuerte para un crío tan joven, sin vello ni defecto o cicatriz alguna que estropease la perfección de su envoltura. Por su constitución y aspecto no podría rebasar los dieciséis años, pero era posible que el crío no supiese cual era su edad exacta. Y lo que sí podía asegurar el conde era la hermosura del zagal y su atractivo, aún siendo un pobre bellaco nacido en el estiércol. Las rosas más bellas son las que brotan entre más espinas, según había recitado un juglar en los festejos celebrados en la corte del rey Fernando tras la conquista de Sevilla.



Y de esa ciudad a las orillas del Guadalquivir, de entre las flores del palacio califal, el padre de Nuño trajo al castillo como rehén un clavel de ojos avellana y la piel espolvoreada de canela. Un jovencito adolescente de la misma edad que su heredero, de nombre Yusuf. Era hijo del último responsable del reino andalusí de Sevilla, Axataf, que no fue un rey de verdad, sino un general que perdió su batalla más importante y entregó una ciudad ya vacía de sus más importante familias y encumbrados nobles al rey de León y Castilla, al correr el año de gracia de mil doscientos cuarenta y ocho.

Los dos jóvenes convivieron juntos durante dos años y conocieron el deseo y la atracción sexual entre ambos. Se amaron y eran tan inseparables que lenguas traidoras envenenaron los oídos del viejo conde, ocasionando la desgracia de los muchachos. El padre de Nuño los mandó espiar cuando salían de caza los dos solos, montando a pelo sus corceles árabes, o iban al río a bañarse y cabalgar en cueros por el campo libres de ataduras y prejuicios de sexo y religión. Era felices y no había mayor dicha en la tierra que la mutua compañía para los dos muchachos. Y cuando peleaban a espada, terminaban rodando por el suelo abrazados en besos eternos y caricias que se susurraban al oído el uno al otro. Dos hermosos críos que se acercaban a la plenitud viril conociendo las mejores sensaciones que un hombre puede sentir con otro hombre. El doble placer del sexo compartido y gozado sin límites.



Y una noche de verano, desnudos, plateados de luna y bajo la cómplice mirada de las estrellas, los dos críos se amaban en la terraza del aposento de Nuño, cuando una saeta atravesó el cuerpo de Yusuf que cabalgaba sobre el vientre de Nuño, clavado por el culo en la verga de su amante. Murió en el momento del orgasmo y cayó sobre el otro joven inerte, pero con la sonrisa del placer en los labios y la casualidad quiso unirlos en un último beso que fue enfriándose con el hielo de la muerte en la boca del amado.

Nuño se corrió dentro de su amor ya fallecido y perdió el conocimiento. Al recobrar el sentido sólo vio a Bernardo, el fiel esclavo que lo cuidaba desde su infancia y que creía el único sabedor de su locura de amor por Yusuf. Al día siguiente el viejo conde salió a combatir en tierra de moros y no regresó vivo. Y Nuño era el nuevo conde y señor de todos sus dominios, pero nunca más sonrió ni su mente pudo olvidar el rencor contra el mundo por la pérdida de su amado. Para él todos eran culpables de su muerte y debían pagarlo con un dolor parecido, pero nunca tan fuerte como el suyo, porque no podía superar el abandono en que lo sumió el amor y la alegría al no tener a Yusuf a su lado, ya que estaba huérfano de pasión.

Y nació y creció la leyenda del conde feroz, que apresaba jóvenes furtivos, todavía adolescentes, que nunca más volvía a verlos nadie. Todos suponían que los ejecutaba como disponía la ley por ser reos de robo en las tierras del señor. Pero la verdad no la conocía ninguno. Excepto Bernardo y unos pocos esclavos mudos, ya que la docena de guerreros escogidos por el mismo Nuño, que guardaban la torre en medio del misterioso bosque negro, tampoco sabían que pasaba en el interior de la fortaleza, más allá de la murallas que defendían y guardaban para que no entrase ni saliese ni un ser con vida que no fuese el propio señor o quien lo acompañase libre o atado a su caballo.

Y allí, en manos de ese conde resentido y sin alegría ni sentimientos de piedad había caído Guzmán y estaba a su merced. Sería una presa más que correría el destino que decían las gentes de la comarca?. De momento aún dormía plácidamente ajeno a cualquier peligro que se cerniese sobre su cabeza y no presentía la ardiente mirada de Nuño que inspeccionaba su ser y vigilaba su sueño.

Pero no podría ser por mucho tiempo porque el conde, según los dichos y habladurías, era implacable con los furtivos, sobre todo si eran jóvenes y adolescentes. Y él lo era aunque fuese muy guapo y sus ojos tuviesen el embrujo de dos piedras de azabache amparadas por largas pestañas negras que embobaban a quien pretendiese sostener la mirada al zagal.

El conde se levantó y sin dejar de mirar al muchacho salió camino de los sótanos de la torre, donde le aguardaban dos reos apresados en sus bosques unos días atrás.

Esa noche les tocaba a ellos pagar las culpas de otros que ni siquiera conocieron, ni sabrían nunca por qué padecían las consecuencias de algo que ignoraban, para consolar a un alma sin consuelo ni descanso.
La del llamado conde feroz.

1 comentario:

  1. Una historia muy interesante, como siempre que escribe Andreas. Da gusto. Felcitaciones

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