Autor: Maestro Andreas

viernes, 11 de marzo de 2011

Capítulo XVII

Cuando llevaban recorrido algunas leguas lejos del convento, Guzmán le contó al amo lo sucedido en los establos la noche anterior y quiso volver grupas para cortarle los huevos al puto monje de la mierda. Pero el chico lo calmó y de entrada le pareció que quedaba convencido de que el asunto no merecía mayor importancia que unas carcajadas por el susto que se llevara el joven acosador al ver las garras del chico convertidas en un afilado estilete.

Pero la cosa no le había gustado al conde y mucho menos el silencio del chaval ocultándoselo hasta entonces. Cierto que el crío quiso evitar el cabreo del amo y que montase un cirio en el cenobio, haciendo correr la sangre del atrevido monje, mas a Nuño le fastidiaba no saber todo lo que pasaba en su entorno y de repente le ordenó al zagal que detuviese el caballo y se apeara de inmediato. El mancebo obedeció sin abrir la boca para nada y el conde le gritó que se acercase hasta él.

Guzmán se fijó en los ojos de ira de su señor y temió lo peor. Se aproximó al alazán y al llegar al alcance de la mano del amo, éste descargó sobre él un hostiazo en la cara y le dijo: “No vuelvas a reservarte nada de lo que te ocurra sin decírmelo en el acto, porque la próxima vez que lo hagas te arranco la piel a latigazos. Agradece que sólo te golpee con mi mano y bésala en señal de arrepentimiento”. El chico, con los ojos llenos de lágrimas, más por el enfado de su amo que por el tortazo, le dio las gracias y besando la mano de su dueño le rogó perdón y compasión por su torpeza.

Nuño descabalgó también y levantó al crío del suelo que se había plantado de hinojos llorando con desconsuelo. Y le dijo: “Guzmán, no sólo me disgusta que me ocultes las cosas que te pasen, aunque las creas irrelevantes, sino que temo por tu seguridad y la mía. Por eso no debes volver a callarte nada aunque sea con la mejor intención de tu parte como en este caso. Crees que no me doy cuenta que lo hiciste por evitar que yo me cargase al puto monje salido?. Te quiero mucho, mi joven muchacho, y no podría soportar que te ocurriese algo malo... Anda, deja que te limpie esos mocos y no llores más”.

Pero el chico hipaba como un niño y el conde lo besó con fuerza en los labios. Mas, estando de camino y sin un alma al rededor, el conde vio la oportunidad de echarle el polvo que se guardó en los huevos al despertarse esa mañana y se lo metió parapetado entre los dos caballos. Sencillamente, le puso las manos al crío sobre la montura y le bajó las calzas hasta descubrirle el culo y lo empaló allí mismo. Y hasta los caballos se pusieron cachondos al ver y oler el semen que manaba de la polla del chico y el que después le salía por el ano en cuanto el señor le sacó la verga del culo. “Y ahora sigamos nuestro camino”, dijo el conde montando de nuevo el alazán.

A Guzmán ya no le escocía la cara y el regusto que le dejó su amo en el culo le compensaba con creces las lágrimas vertidas. Y aún así le dijo al señor: “Mi amo, añoro el sabor de vuestra leche”. Y el conde le respondió: “La tendrás en la próxima parada que hagamos. Te daré doble ración para tenerte bien alimentado... Seguro que todavía tienes que crecer algunos centímetros más y aumentar la fuerza de tus brazos.... Pero ahora sube al caballo y démonos prisa en llegar a Sevilla”. Y salieron a todo galope como dos exhalaciones.

A media jornada alcanzaron a un buhonero que con su reata de mulas también se dirigía a la bella ciudad del Guadalquivir para comerciar con las variadas mercancías que transportaba a lomos de la sufrida recua. Entre otras cosas llevaba telas preciosas y alhajas, además de calzado y un abundante surtido de adornos y armas, Y Nuño le compró unos aretes con piedras preciosas, engarzadas en oro, como presente para Doña Sol, la dama que sería su esposa.


El conde le preguntó a su esclavo: “Te gustan?”. “Sí, mi amo, aunque no entiendo mucho de joyas. Ni sé apreciar su valor”, respondió el chico. “Has visto alguna vez algo parecido?”, inquirió el conde. Guzmán hizo un esfuerzo para poder hablar del pasado sin emocionarse demasiado y dijo: “Mi madre guardaba algo parecido, pero lo vendió a un hombre como ese unos meses antes de morir. Quería dejarme algún dinero, pero me duró poco, porque siendo todavía un niño se aprovecharon de mí gentes sin escrúpulos y me engañaron para quitármelo. Luego aprendí a no confiar en nadie mi señor. Bueno, eso era hasta que me encontrasteis en vuestras tierras y me convertisteis en vuestro esclavo. Ahora vos sois mi amo y confío en vuestra protección, mi señor... Lo único que guardo de ella es un anillo que tengo escondido a buen recaudo, mi amo”. “Lo sé. Ya me lo había dicho Bernardo... Y cuando concluya lo que nos trae a la corte iremos a buscar tus tesoros para que los tengas de tu mano”, añadió el señor. Y el mancebo dijo: “Ahora son vuestros, mi señor. Yo sólo soy una propiedad más de las muchas que poseéis”. Y el conde añadió: “Tú eres lo mejor que tengo y lo que más vale. Tú eres mi amado y mi corazón al que estoy esclavizado por tu causa”. Y sin reparar en la cercana presencia del comerciante besó en la boca a su esclavo.

El resto del viaje transcurrió sin demasiados incidentes dignos de mención especial y la noche anterior a entrar en Sevilla la pasaron en una posada donde encontraron alojamiento y cobijo para no dormir al raso. El conde quiso desnudar personalmente al mancebo y le quitó despacio la ropa hasta dejarlo en cueros. Había pedido varios jarros de agua caliente y un barreño grande donde poder lavarse antes de acostarse a dormir y metió dentro al esclavo, limpiándolo con esmero y mimo. A Nuño le gustaba deleitarse viendo el cuerpo del chaval mojado, porque el brillo del agua destacaba más el tono y suavidad de su piel y jugaba persiguiendo con los dedos las gotas que corrían hacia abajo por su espalda o sus muslos.

Nuño, con sus dos manos, sostuvo los testículos del chaval y los besó. Y el muchacho se empalmó al instante. Le dijo a Guzmán que saliese del baño y lo envolvió en un paño blanco para secarlo. Y a continuación fue él quien entró para que el chico lo lavase también. El esclavo lo hizo con mucho cuidado y llevado por un impulso irreprimible le besó la espada y fue descendiendo con la lengua hasta los glúteos de su señor y los separó para comerle el culo. Sin saber muy bien la reacción de su amo, Guzmán le metió la lengua por el esfínter y Nuño emitió un prolongado gemido que asombró al muchacho. El conde volvía a sentir lo que ya casi tenía olvidado desde la muerte de Yusuf y al notar que su polla se humedecía y pringaba de babas, entre estertores y jadeos le grito: “Basta!... Basta... No sigas que me corro y esta leche que casi no puedo contener debe ser para alimentarte antes de dormirnos esta noche. Guzmán, me has hecho revivir gozos ya pasados que creí perdidos para siempre, pero el placer en el ano ha de ser para ti. Sécame y acostémonos cuanto antes que te voy a llenar el estómago con mi esencia”.

Y el zagal se arrodilló encima del lecho con las rodillas a cada lado de las piernas de su amo y se inclinó hasta alcanzarle la verga y se la mamó sin parar ni respirar apenas hasta obtener su premio. La blanca, espesa y tibia sustancia que su señor guardaba en los cojones para él y que le llenaba el paladar de un gusto saldo y fuerte que le hacía relamerse los labios. Y con la primera luz del día tomaron camino para entrar en la ciudad sin apurar el trote de sus monturas.

A lo lejos relucían las torres de Sevilla y ya se adivina el trajín en sus calles y plazas. En las puertas de la ciudad se veían gentes de ropajes multicolores y al estilo de distintas usanzas que iban a la urbe o salían de ella a otros destinos, a pie o montados en carros, acémilas o impetuosos corceles enjaezados, pero todos decididos a llevar a buen fin el negocio que les motivase a ello.
Lo mismo que el conde había puesto su empeño en alcanzar sus puertas para cumplir en el palacio de los antiguos califas la misión que le llevó hasta allí con su amado esclavo, disfrazado de paje y ya estaba a un paso de conseguirlo.

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