Autor: Maestro Andreas

lunes, 28 de marzo de 2011

Capítulo XXIII


Durante la cena el conde no pudo ocultar su nerviosismo y Guzmán se recomía por dentro al no saber cual era la causa del estado de su señor. Incluso Aldalahá notó la desazón de Nuño y le preguntó si le ocurría algo o se encontraba indispuesto. Al conde, la pregunta de su anfitrión le proporcionó una buena excusa y contestó que efectivamente no se encontraba bien desde que habían ido al mercado, posiblemente por el exceso de sol en la cabeza, ya que no había ido cubierto con sombrero, y rogó que le excusase para retirarse a la alcoba nada más tomar los postres.

Guzmán lo siguió con los dos eunucos y nada más entrar en el aposento le preguntó muy serio: “Mi amo, qué ocurre?. No podéis estar indispuesto después de las folladas que recibieron nuestros culos durante el día. Por no mencionar la de esta tarde después de probar los caballos árabes. Todavía tengo el ano como una breva que estalla de puro madura”. “Desde cuando debo darte explicaciones de lo que me suceda, Guzmán?”, gritó el conde. “Nunca, mi amo, pero temo por vos, porque sé que os rondan vuestros enemigos, que también son los míos”, contestó el chaval. Y Nuño añadió: “Vamos, deja las preocupaciones para mí, que no son cosa de un zagal con tan pocos años. Necesito aire fresco esta noche, así que te quedarás con ellos y si te entra el sueño no importa, porque te despertaré al volver a tu lado y acostarme en esos almohadones que tanto saben ya de nosotros... Mi amor, no padezcas en vano por tu señor y bésame antes de dejarte en manos de estos dos encantadores sobones”. No era un beso de buenas noches, sino de no sé si te volveré a ver y Guzmán lo percibió de ese modo. El conde añadió mirando a los eunucos: “Cuidarlo bien, que os recompensaré con doble dosis a mi regreso”. Y se embozó en la capa y marchó dejando desolado a Guzmán.

Y Hassam le dijo a Guzmán: “El amo lleva una espada bajo la capa. El fresco que va a tomar puede ser mortal”. “Gracias, Hassam. No digas a nadie que salí tras el amo y dame el arco y mis flechas. Creo que esta noche tendré que afinar mi puntería”. Abdul quiso acompañarlo por si necesitaba su ayuda, pero Guzmán se lo agradeció y le dijo que no era necesario. El se bastaba para proteger al conde y también se embozó en una capa partiendo como un rayo para alcanzar a ver donde iba su señor armado y solo.

Pero ya llegaba a la puerta del palacio cuando una mano lo detuvo agarrándolo por un brazo. Guzmán se revolvió como un gato montés, mas la voz de Aldalahá hizo que no sacase el puñal de su vaina. El noble almohade le dijo: “No corras porque ya no podrías alcanzarlo. Se fue en su caballo y en cuanto salió de esta casa partió al galope. A no ser que sepas donde se dirige es inútil intentar seguirlo”.

A Guzmán se le abrió el suelo bajo los pies y suplicó casi llorando: “Está en peligro. Lo sé y él solo no podrá contra quienes pretenden su muerte. Debo encontrarlo y luchar a su lado dando mi vida por mi señor si es necesario. Por favor, soltadme y dejad que vaya en su busca”. Aldalahá sujetó al chico por ambos brazos y mirándole fijamente le dijo: “No temas, porque no estará solo. Sospeché que algo raro sucedía al verlo tan sumido en sus problemas durante la cena y aposté a cuatro de mis mejores y fieles criados en las cercanías de la puerta de mi casa, para vigilar si el conde salía, y les ordené que lo siguiesen y protegiesen a toda costa. Incluso con sus vidas como si se tratase de mi propia persona. Descienden de los imesebelen del califa y no hay mejores guerreros en el mundo. Está bien protegido y volverá sano y salvo. Vuelve a la alcoba y espera a que tu señor regrese. Y así no le habrás desobedecido”. “Gracias, señor, pero no estaré tranquilo hasta que vea a mi señor a mi lado otra vez. La espera me matará si se alarga demasiado, pero intentaré reunir fuerzas para no desfallecer y disimular en valor que me abandona a cada instante que pasa”.

Guzmán regresó a la alcoba y los eunucos lo miraron con extrañeza y miedo. Pero el chico los tranquilizó contándoles lo que le había dicho el señor de la casa. Y entonces Abdul le dijo: “No quisiera por nada del mundo enfrentarme a esos cuatro guerreros que ha mandado mi anterior amo para defender a mi señor. Nacieron para matar y son despiadados en el combate. No hay quien los venza en una lucha cuerpo a cuerpo. Manejan las cimitarras contra los hombres como un campesino la guadaña para segar el trigo y no queda ni una sola cabeza pegada al tronco. Guzmán recuéstate y deja que aliviemos la tensión de tu espíritu y Hassam y yo te haremos la vigilia más llevadera”. Y Guzmán se entregó a los delicados dedos de los habilidosos castrados, soñando en ver de nuevo a su amado señor.

Los cascos del alazán retumbaban sobre las piedras delante del monasterio de San Clemente y Nuño puso todos sus sentidos en guardia esperando percibir a tiempo cualquier ataque a traición. Y antes de poner pie a tierra, distinguió unas sombras sospechosas y desenvainó su espada presto a dar cuenta de sus agresores. Y salieron de la negrura cinco felones a caballo armados de espadas que arremetieron contra el conde espoleando sus monturas. Nuño se vio atrapado, ya que no tenía resquicio por donde salir si no era atacando a los cinco esbirros, pero sin titubear ni dar pábulo al miedo, picó espuelas al caballo y, encabritándolo, blandió su espada en el aire dispuesto a la pelea.

Y al primer choque de los aceros, aparecieron cuatro jinetes negros con ojos de fuego, cimitarra en mano, y en un abrir y cerrar de ojos rodaron por tierra cuatro cabezas cortadas de un solo tajo, sin que el miedo, al ver llegar cuatro furias lanzando destellos de ira, les dejase presentar batalla a los decapitados. Al quinto lo despachó el conde atravesándolo de parte a parte después de un combate corto y sin cuartel.

Los jinetes africanos se dirigieron al conde con respeto y uno de ellos le dijo: “Mi señor, nuestro amo nos ha ordenado protegeros y llevaros de nuevo a su casa. Sois su invitado y la hospitalidad exige cuidar también de vuestra vida. Cabalgaremos detrás de vos, señor conde”. Y volvieron grupas para recorrer otra vez el camino hasta la casa de Aldalahá, que los esperaba en la puerta intranquilo por la seguridad de su amigo el conde. Nuño le agradeció su protección y se lamentó de haber caído en una trampa tan burda, que sólo se justificaba por su ansia de poner en claro cuanto antes las artimañas del su enemigo el marqués.

Pero el noble Aldalahá le dijo: “Mi buen conde, sois demasiado impulsivo, quizás por vuestra juventud, pero eso lo curan los años. En una ciudad como esta se saben muchas cosas y una es el odio que el marqués tenía a vuestro padre y ahora a vos. Y también llegaron a mis oídos rumores de cierta carta muy confusa al rey de Granada y que vos debéis conocer. Como también sé que el rey de Castilla quiere casaros con la pupila de la reina, cosa que no conviene a vuestro enemigo. Y el rey también desea mantener la paz con el reino nazarí, dado que su rey y el nuestro son amigos y sus majestades no quieren romper esos lazos por intrigas de algún malintencionado. Y aunque mantengáis el secreto, también sé que vos seréis el embajador de Alfonso X ante la corte de Mohamed II. Sevilla sigue siendo en cierto modo almohade, conde, y tenemos fieles informadores tanto de lo que sucede en los reales alcázares como en los gremios y mercados. Ahora descansad, que os esperan inquietos vuestros servidores. Es valiente ese muchacho!. Y sensato también, aunque le costó lágrimas no salir detrás de vos para defenderos”. “Gracias por todo, mi noble amigo. Seré más sensato la próxima vez. Os lo prometo”, dijo el conde. “Seguiréis siendo igual de valiente que esta noche, querido conde. Sois muy joven para que vuestra sangre no bulla inquieta tanto para el amor como para la lucha”, añadió Aldalahá.

Y tras un fuerte abrazo entre los dos amigos, el conde corrió a sus aposentos, ansioso por estrechar a Guzmán y romperle el culo a pollazos después de comérselo a besos. Ese crío le hacía olvidar todos lo sinsabores que el mundo pudiese darle, ya fuese por envidias de otros o por los avatares no del todo afortunados de la vida.
Ese mancebo era todo lo que necesitaba para sentirse plenamente feliz y por eso lo adoraba, deseaba y amaba hasta los tuétanos. Guzmán era su alegría y el delirio de su placer.

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