Autor: Maestro Andreas

lunes, 14 de marzo de 2011

Capítulo XVIII

Desde la puerta de la ciudad, por la que entraron el conde y su esclavo, hasta la entrada de los reales alcázares, donde se instalara la corte del rey Don Alfonso, las calles eran un hervidero de actividad y vida. Sevilla era una hermosa e importante ciudad que mantenía todavía el esplendor de los tiempos del último califa que mantuvo su corte en ella.

Pero el conde no quiso dirigirse al palacio ya que deseaba presentarse ante su rey con decoro y un atuendo adecuado a su noble cuna. Y pensó que sería más apropiado alojarse en la casa de un noble almohade, que fuera amigo de su padre, y tomarse su tiempo para hacerse con ropajes más dignos tanto para él como para el supuesto paje que lo acompañaba. Debía estar presentable para conocer a su prometida, la pupila de la reina, y, además, moverse en palacio sin la compostura y pompa necesaria para ocupar su puesto entre la alta nobleza y el resto de los cortesanos, no le convenía para resolver los asuntos que le llevaran a la corte.

Su enemigo, el marqués, era un hombre influyente dentro del círculo que rodeaba al soberano, y no era fácil eludir el poder que mantenía en el Consejo Real. En tales circunstancias, un noble de su alcurnia tenía que vestir como un gran señor y mostrar su poder incluso ante el propio monarca. No era ningún secreto que la hacienda del conde era una de las mayores del país, pero no bastaba con tenerla sino se hacía gala de ella cuando la ocasión imponía exhibir la grandeza de su casa y dinastía.
Nuño fue muy bien recibido en el palacio del noble musulmán, llamado Aldalahá Ben-Ismahá, y toda su casa se volcó para atender con todo merecimiento y honor al distinguido huésped y a su joven acompañante. Se le alojó en unas regias habitaciones, dignas de un príncipe del islam, y Nuño, tras las ceremonias previas de cortesía por la acogida de su anfitrión, se retiró a ellas con Guzmán para lavarse y descansar del viaje hasta la hora de festejar su visita y ser agasajado por el dueño y señor de la casa.

Dos jovencitos de pelo brillante, piel color canela y mirada almendrada, calzando babuchas y vestidos con bombachos blancos de lino muy fino y un chaleco corto de color grana bordado en oro que dejaba ver sus ombligos, los acompañaron a los aposentos dispuestos al rededor de un fresco patio, enlosado hasta media altura de sus paredes en azulejos de tonos añil y amarillo, en donde un chafariz canturreaba salpicando de agua el piso del que brotaban cuatro naranjos para escoltarlo.
El conde intentó despedir a los dos muchachos moros, pero éstos le rogaron que no lo hiciese, dado que habían sido destinados por su amo para atenderlos y cuidar que no les faltase nada mientras permaneciesen en el palacio de su señor. Ese nada comprendía cualquier servicio que un joven eunuco pudiera dar a un hombre para satisfacer sus necesidades, tanto para procurar su comodidad como su placer. Pero Nuño no deseaba otros gozos que no fuese estar a solas con su esclavo y follárselo sin más testigos que sus vergas y sus cojones. Sin embargo accedió a que ellos los bañasen a ambos en agua de azahar y les frotasen el cuerpo con esencias exóticas. Al salir del baño de mármol, donde se sumergió con Guzmán, los dos jóvenes esclavos los cubrieron con túnicas de hilo de algodón blanco, muy anchas y ligeras, que al contraluz trasparentaban sus cuerpos y los hacían aún más sugestivos de lo que ya eran desnudos.

Los eunucos se insinuaron para que los tomasen si les apetecía gozar de sus culos, pero el conde sólo aceptó que ambos le chupasen los huevos y la polla, mientras él besaba a su amado y le acariciaba los muslos por debajo de la fina túnica. Uno de los esclavos quiso mamar la polla de Guzmán, pero Nuño se lo impidió diciendo que sólo él era el señor al que tenían que complacer. El dijo que el otro joven sólo era una especie de favorito y tanto sus genitales como el resto del cuerpo estaban reservados para su deleite ya que era su dueño y señor.

La pareja de bellos eunucos entendieron el problema al que se enfrentaban de seguir intentando seducir al hermoso joven que acompañaba al amigo de su amo y, sin mediar señal ni orden alguna, dispusieron un confortable lecho de almohadones de tafetán de varios colores y tamaños y le indicaron al señor que se recostase con el otro joven para descansar antes de la fiesta que les tenía preparada su noble amo. Y prudentemente se retiraron a otra sala cercana por si eran llamados a prestar algún otro servicio.
Nuño se subió sobre Guzmán y le levantó las piernas para dejar al alcance de su polla el ano del chaval. Lo besó como si le fuera la vida en ello y empezó a penetrarlo sin lubricarle el agujero para sentir mejor como le perforaba el culo. El conde estaba salido como un toro bravo y necesitaba preñar al muchacho como si fuese una joven ternera que todavía no había parido nunca. Guzmán, abrazado al cuello de Nuño, se quejaba de los empellones que le daba, que parecía querer romperle el esfínter, pero gemía y jadeaba como jamás lo había hecho hasta entonces. Y gozó temblando como una puta perra al fecundarla su macho.

Y volvieron a entrar los dos esclavos con jofainas y jarras de plata y con un esmero exquisito les limpiaron las partes íntimas al conde y su paje. Y esta vez el conde les permitió que ellos lavasen también el ojo del culo a Guzmán que aún chorreaba restos de semen.
Los eunucos los perfumaron y vistieron con ropas lujosas al estilo árabe y los condujeron al salón donde se celebraría la fiesta en su honor.

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