Nuño ya se lanzaba ciego de furor al interior del chamizo, pero se detuvo en la entrada y sus ojos se espantaron al ver la escena. Guzmán, colgado de una viga por las muñecas en el fondo de aquella sucia cuadra, parecía sin vida con la cabeza caída sobre el pecho por el que le corría la sangre hasta la cintura. Tenía los cabellos alborotados y las piernas magulladas y sucias, como si lo hubiesen arrastrado por el suelo. Y a dos pasos de él, uno de los perros sarnoso que lo secuestraron, se doblaba por la cintura hacia delante y se agarraba la boca ensangrentada.
Y frente al chico, el jefe de la pandilla de desalmados, reía y comenzó a decir a gritos: Ese primor no es para un asqueroso cualquiera!. Tiene redaños el pimpollo y eso me gusta. Te ha metido un buen muerdo en los morros por intentar besarlo. Casi te arranca los labios. Y lo has dejado grogui del puñetazo y si llegas a matarlo con ese cuchillo te hubiese cortado los huevos. Espero que el puntazo no sea hondo y no sea un cadáver antes de que goce follándolo”. El asqueroso rufián hablaba mientras se manoseaba la verga con el aceite de un candil, supuestamente para que le entrase mejor dentro del culo del muchacho. Y se acercó más a Guzmán y le levantó las piernas para joderlo por delante como a una ramera.
Y nada más rozar con el capullo el ano del mancebo, el conde gritó desaforado: “No te atrevas, puto cerdo!. Acabad con todos que este cabrón es mío!”. Y entró el resto de sus acompañantes con los aceros dispuestos para sajar las vidas de los catorce felones que se encontraban de pie o medio tirados por el cobertizo, dejando al cabecilla para ser pasto de la ira del conde feroz.
Pronto corrió la sangre y la carnicería fue aterradora. Los esclavos africanos cortaban brazos , piernas o cabezas con la rapidez de un relámpago y, a pesar que el hijo de puta del jefe alcanzó una espada, Nuño, con dos filigranas en el aire de su acero, ya tenía al puto jefe de los proscritos desarmado y de rodillas a sus pies. Ya sólo quedaba hacer justicia, pero Guzmán, que seguía inconsciente, tenía que ser atendido de inmediato para cortar la sangre que le manaba por un costado y los labios. Y Aldalahá y Froilán no dudaron en descolgar al chaval y rompiendo su túnica, el almohade limpió la herida y le hizo un vendaje para trasladarlo rápidamente a su casa. Froilán cubrió la desnudez del zagal con su capa y lleno de angustia ayudó al almohade a llevarlo hasta los caballos, diciéndole a Nuño: “Amigo mío no podemos perder tiempo para atender al muchacho. Su estado parece grave, así que nos adelantamos con él hasta el palacio del noble Aldalahá”. Nuño casi lloraba viendo el cuerpo inerte de su amado, pero dijo: “Cuidarlo y haced todo lo necesario porque os lleváis mi corazón. Y si deja de latir mi vida se habrá acabado. Yo me cobraré sobrada venganza por esta infamia!”.
Y los dos señores llevando a Guzmán partieron raudos al palacio del noble almohade, escoltados por dos africanos. Y en el cobertizo quedaba el conde y el resto de los esclavos negros para dejar cuadradas las cuentas con los bandidos. Y comenzó el ajuste del saldo con el jefe. Tan sólo quedaban vivos seis no enteros, además del cabecilla, Y el conde le preguntó: “Quién te paga?”. El rufián babeando de miedo y oliendo a mierda porque se estaba cagando, dijo con voz acongojada: “No lo sé bien, mi señor. Esas cosas nunca las encarga el que se favorece de ellas”. Nuño dijo: “Así que no lo sabes. Quizás sin esa polla que pretendías meter en el culo de mi paje tu memoria se refresque y recuerdes mejor con quien acordaste el secuestro... Levantadlo del suelo y con esas tenazas de arrancar clavos a las herraduras sujetarle ese sucio pellejo para que se lo corte con mi espada”. Y antes de que los imesebelen lo tocasen el cobarde gritó llorando: “El marqués, señor... Fue el marqués de Asuerto. Piedad señor”. Y el conde respondió: “Tendré piedad, pero te quedarás sin pito”. Y lo capó de un hábil tajazo.
El bandido cayó de bruces al suelo con la boca abierta y aullando como una fiera moribunda, pero Nuño ordenó que lo izasen por los brazos y sin darle tiempo a darse cuenta que ya no tenía verga, le amputó las manos con la espada diciéndole: “Tus manos han tocado a mi mancebo y no deben seguir en tu cuerpo. Lo mismo que tus ojos que lo han visto desnudo”. Y se los arrancó con la punta del acero. El hombre ya ni pudo chillar al quedarse ciego, sin haberse recuperado todavía de perder las manos. Pero inclinó la cabeza hacia delante y el conde lo decapitó con dos golpes de espada.
Nuño no descansó porque no le bastaba el castigo. Y ordenó que descuartizasen a los vivos atando los miembros que le quedasen a otros tantos caballos y a los ya muertos, que los colgasen como pasto de los cuervos y los buitres, suerte que correrían los restos de los otros después.
El hedor caliente de la sangre era irrespirable y nauseabundo, pero al conde esa carnicería aún no le bastaba para lavar la afrenta ni menos para calmar su furia y su dolor por el daño sufrido por su amado. No sabía que encontraría al llegar a casa de su noble amigo Aldalahá. Había visto a Guzmán ensangrentado y sin sentido y su rostro era pálido como la cera. Su cuerpo tan bello estaba magullado y arañado y manchado, no sólo por el polvo y la tierra sino por miradas impuras y viles que posaran sus ojos en su hermosa desnudez. Y eso le ardía al conde feroz en su alma como si le grabasen en ella con hierros candentes una sólo idea: “Muerte al traidor que cobardemente y a traición quiso vengarse en mi punto más débil. Mi amado Guzmán”.
El conde tuvo que sentarse en el corral de la venta antes de montar su caballo y dijo en voz alta: “Juro que no descansaré hasta cobrarme mil veces la muerte de ese muchacho si la fatalidad me lo quita. Pero esta vez no podré resistir otro golpe como el de Yusuf. Esta vez sería peor, puesto que ese chiquillo es mi propia vida y sin él ni quiero ni puedo seguir en este mundo”. El dolor del conde hasta hizo humedecer los ojos inexpresivos y fríos de los terribles esclavos africanos de Aldalahá, que, hieráticos y aparentemente insensibles y sordos a cualquier sentimiento, esperaban la orden para regresar al palacio de su amo. No quedaba más que hacer en la venta, ya que sólo era un cementerio de restos humanos al sol.
Nuño recuperó el aliento pero no la calma y ordenó montar. Espoleó su alazán y con su terrible escolta de pedernal negro y refulgente, partieron hacia el palacio de su noble amigo y anfitrión, con el corazón en un puño y latiéndole más rápidamente que el galope de los caballos.
Sevilla le parecía distinta de la ciudad que había visto con Guzmán esa mañana al ir a los reales alcázares. Hasta el sol parecía ensombrecerse de tristeza por el mancebo y todo le resultaba lúgubre y extraño, como si una música fúnebre resonase en sus oídos anunciándole la inminente e irremediable muerte de su amado y las campanas de la Giralda también tocasen compungidas por la suerte del zagal.
Al doblar una calleja casi arrolla a un niño que andaba solo tirando de un carrito de madera. Nuño hizo un quiebro brusco para sortear al crío y casi cae de la montura al perder un estribo. Pero su pericia de jinete lo mantuvo sobre el corcel y tras girar sobre las patas traseras, alzando las manos, el alazán se lanzó al galope con más brío y nervio que hasta entonces, puesto que lo montaba otra vez el conde feroz de negra leyenda.
Y por fin avistó la casa de su anfitrión y clavó la espuela en los ijares del animal para salvar cuanto antes la distancia que le separaba de su amado Guzmán.
El corazón de Nuño ya era un sólo pálpito de ansia y al mismo tiempo miedo por lo que pudiese aguardarle en la alcoba donde gozara por las noches con su doncel, respirando un aire perfumado de jazmines y azahar.
Bien por el conde!
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