La mirada del conde si fijó en el bulto de Guzmán, que comenzaba a presentar una pequeña mancha oscura como si hubiese meado algunas gotas que traspasaban el tejido de las las ajustadas calzas. El crío estaba colorado y ya le asomaba el sudor a la frente, notándose húmedo y expuesto a cualquier mirada curiosa además de la de su señor. Y una de ellas fue la de Don Froilán, que también reparó en el hinchado paquete del muchacho.
El conde agarró por un brazo al chico y le susurró al oído: “No sabes decir que tienes ganas de mear?. Te das cuenta que aún estamos en el salón del trono del rey de Castilla y tú te estás orinando las calzas?”. “No me orino, mi señor”, protestó Guzmán. Y el conde añadió: “Sé que no te orinas por lo abultada que tienes la entrepierna. Pero también sé que eres una zorra cachonda y al llegar a la casa de mi anfitrión, me voy a servir un par de tajadas de carne roja para cogerlas y comerlas a mi gusto. Tápate con la capa ese florón de lascivia que luces por delante, aunque estoy seguro que por detrás también llevas otro justo a la altura del ano. Qué es lo que te ha puesto tan cachondo como para mojarte de ese modo?. Acaso te excitan las ceremonias?”. “No, mi señor. Me calentó vuestra mirada y saber lo que me decían vuestros ojos”, respondió el chico. “Me gusta que seas morboso, pero te voy a calentar las carnes para que aprendas a dominar tus pasiones y sobre todo tu lujuria”, afirmó el conde. Y añadió: “Pero cubre ese reclamo antes de que Doña Sol gire su cabeza y se percate que el paje de su futuro esposo es un puto guarro salido. Qué pensaría esa joven dama de ti, que tanto admiras su hermosura haciéndote el machito, cuando lo que te pone a tono es soñar con una verga en el culo?”.
El mancebo enrojeció más y se defendió: “Mi señor, ella es muy bella y admirarla no significa que me las quiera dar de lo que no soy. Al menos ante mi amo. Y no es cierto que me ponga perra una polla cualquiera en el culo. La que me excita es esa, que ahora apunta al techo en vuestra entrepierna, y no otra, mi amo. Mi culo solamente quiere vuestra verga, mi señor”. “No me provoques que te la juegas, Guzmán”, le advirtió el conde. “Para mí ese miembro no es un juego, sino lo que hace que mi vida sea maravillosa, mi señor”, puntualizó el chico.
Y Guzmán, aún más caliente y empalmado, le preguntó al conde que se tocaba el paquete: “Mi amo, cómo me vais a castigar?. Atado a una columna y zurrándome con una correa en el culo, o me pondréis sobre vuestras rodillas boca abajo y descargaréis la mano sobre mis nalgas hasta que llore y os pida clemencia y perdón?”. Nuño, ocultando la excitación de su verga con la capa, dijo: “Estoy en dudas sobre como hacerlo. Si te azoto con la correa no siento el temblor de tu cuerpo sobre mi carne al golpearte. Y si lo hago tumbándote sobre mis muslos me los llenaras de babas manchándome las calzas a mi también. Tendría que quitármelas y pegarte sobre mis piernas desnudas y entonces lo que me pringaras será el vello. Pero disfrutaré más dándote con la mano y sintiendo los espasmos que te provocan los azotes. Lo que sí sé es que voy a brearte el culo hasta que eche humo tu piel”. “Sí, mi amo. Lo merezco porque soy un cochino que no sé reprimir mis necesidades. Y luego que me haréis, mi señor. Cómo comeréis mis cachas coloradas y ardiendo?”, siguió preguntando el mancebo, casi gimiendo. “Eso ya lo sabes sin que yo te lo diga”, dijo el conde.
Pero Guzmán insistió: “Sí, mi amo, pero me excita oírlo y siento que soy un miserable esclavo que no merece gozar de un dueño como vos. Decidme, por favor!. Cómo me vais a clavar la verga en mi carne roja y ansiosa de que la devore su señor?”. El conde se detuvo en su lento andar y le aseguró al muchacho: “Guzmán, no sigas tentándome o te pondré el culo como una parrilla aquí mismo, sino te clavo en esa columna como si fueses un mirlo atravesado por un punzón, sin necesidad de bajarte las calzas”. Y el crío manchó más las calzas tanto a la altura del pene como del culo.
Don Froilán, que estaba atento sin ningún disimulo de los gestos y los ligeros movimientos del los labios de la pareja, se excusó para dejarlos, alegando una urgencia imprevista, y salió cagando leches del salón hacia sus aposentos para trincarse al primer paje que hallase en ellos. Y le tocó en suerte un mocito, muy apañado de cuerpo y culo, al que le metió candela hasta llenarlo de leche dos veces. El noble primo de la reina se había puesto como un burro imaginando como el conde se tiraría a su doncel después de romperle el trasero a palmadas. Y qué culo más apetitoso tiene el jodido Guzmán!, se repetía el joven mientras le daba caña a uno de sus pajes.
Doña Sol se reunió con Nuño y Guzmán, pero la temperatura que despedían ambos incluso logró que la dama se sofocase. Y, sin quererlo, la joven bajó la mirada hasta donde su ocultaban los paquetazos de los dos mozos bajo las capas. Ella no imaginaba lo que ocurría en esa parte de la anatomía de los muchachos, pero por un momento pensó que le gustaría verlos en pelotas a los dos. Si el resto era tan bello y sugestivo como lo que ya había visto del cuerpo de ambos hombres, suponía que su vida de casada no iba a ser una pesadilla si conseguía que su esposo la desease. Doña Sol, sin que lo supiese su aya, se había visto más de una vez desnuda en un espejo y, en su opinión, su cuerpo era hermoso y su blancura en contraste con el cabello rojo, a juego con el vello del sexo, tenía que atraer a un hombre y encelarlo como a un garañón ante una yegua madura.
El conde reiteró un par de cumplidos hacia su dama y seguido de su mancebo se despidió de la Joven con una precipitación excesiva para no resultar por lo menos chocante. Salieron del salón principal del palacio como si tuviesen azogue en el culo y pasaron de largo por los corrillos formados tras la audiencia, sin apenas mirar quienes eran los reunidos.
Montaron a toda prisa en sus caballos y el par de guardianes negros que los custodiaban lo hicieron sobre la marcha para no separarse de ellos ni un metro. Llevaban una carrera ciega empujados por el ansia de gozarse, y no se dieron cuenta que al pasar ante las puertas de la catedral unos extraños mendigos los observaban. Doblaron la esquina de la seo, casi resbalando en las piedras del suelo las herraduras de sus corceles, y el fino oído de cazador de Guzmán escuchó el silbido de una flecha que venía directa hacia el conde.
El chaval apretó más a Siroco para ponerse a la altura de Nuño e intentar taparlo con su cuerpo y parar la flecha asesina. Y por fortuna el arquero falló y la afilada saeta se clavó en un madero de la fachada de una casa, rozando por pelos la espalda de los dos jinetes. Como dos relámpagos, los imesebelen alcanzaron los flancos del conde y su doncel y sus musculosos torsos formaron un impenetrable escudo de carne negra que no sería capaz de atravesarlo ni una lanza.
Pero eso no era más que el primer ataque de unos cobardes que no se atrevían a dar la cara y luchar frente a frente. Un segundo disparo arañó un hombro de uno de los férreos guerreros africanos y un tercero casi acierta en la cabeza del conde que le pasó peinándole la pluma del gorro . Se estaba complicando el asunto puesto que no veían a sus atacantes y sólo podían calcular de donde les venían lo flechazos. Pero al no llevar arcos, su capacidad de respuesta estaba limitada al cuerpo a cuerpo, lo que cabreaba profundamente al conde.
Guzmán, nervioso por la situación de indefensión al no poder cubrirse de los invisibles arqueros, giró en círculo con el caballo, buscando una alternativa para salir del apuro, como tantas veces le había ocurrido en su vida de furtivo, y escudriño rápidamente el entorno para localizar un paramento o algo que los resguardase de las flechas.
Mas la situación era extrema y necesitaba discurrir rápido y sin aturullarse, dado que estaba en peligro la vida de su señor. Pero no veía resquicio por donde salir airoso en tales circunstancias adversas.
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