Nuño quería olvidar sus preocupaciones follando y tanto su esposa como su amado estaban encantados y rebosaban felicidad y semen. Ella chillaba como una zorra cuando la colmaba tras trabajarle el coño y metérsela y sacársela tanto con suavidad como con tal fuerza y energía que la dejaba loca de la vida. Y Guzmán, para que decirlo. Al chico le ponía el trasero como una estera a base de palmadas y luego se lo follaba por la boca o por el culo dejándolo espatarrado y ardiendo. Y era impepinable que las noches fuesen para el mancebo, puesto que el conde siempre volvía al lecho de almohadas para dormir con él.
Y la mañana del torneo acudió al palenque armado de lanza y mandoble, llevando sobre el pecho las armas de su estirpe. Retó a varios caballeros y a todos los venció en buena lid. Pero al final sólo quedaban el marqués y él y el enfrentamiento con su enemigo era inevitable. Guzmán, que hacía de escudero del conde, temió por su amante, teniendo en cuenta la pericia en la lucha del marqués y, sobre todo, las mañas torticeras demostradas al enfrentarse a otros competidores. Guzmán daría lo que fuese por evitar ese combate, pero el honor y el orgullo del conde estaban en juego y era imposible volverse atrás. Nuño y el marqués tenían que medir sus armas ante toda la corte. El conde se acercó al estrado real y solicitó de su dama una prenda. Y Doña Sol colgó de la lanza de su esposo un velo azul celeste. Debajo del peto, Nuño también llevaba otra prenda. Guzmán le había dado antes de salir de la tienda un beso. Y al vestirlo, le había puesto una de sus camisas para que le diese suerte.
De entrada los contendientes, llevando sobre sí pesadas armaduras, se enfrentaron a lanza, arremetiendo uno contra el otro al galope de sus pesados corceles de guerra, cubiertos con gualdrapas blasonadas y protegidos por corazas de hierro en la testuz y el cuello. El primer choque fue brutal y el marqués se tambaleó en la montura sin llegar a perder el pie del estribo y caer a la arena. El duelo no era sin cuartel, por mandato del rey, y aunque la lucha podría continuar con maza o mandoble, a elección de cada contrincante, y posteriormente a espada, en lucha cuerpo a cuerpo y ya en tierra, no se les permitía usar las armas para rematar al otro causándole la muerte, a no ser que se produjese por accidente involuntario.
Volvieron a arremeter los caballeros arrancando con brío sus cabalgaduras y esta vez quien trastabilló sobre la silla fue el conde y perdió un estribo por el fuerte golpetazo de la lanza en su escudo. A Guzmán se le abrieron las carnes al ver tambalearse a su amante y reprimió un grito tapándose la boca con las dos manos. Doña Sol también se alarmó y se tapó los ojos para no ver como derribaban a su marido. Pero el conde no cayó del caballo y recompuso su figura sobre la montura. Sin embargo, la justa debía continuar sin lanzas, ya que la del marqués se había roto en el tremendo choque. Y Nuño eligió una maza, mientras que el marqués tiró de mandoble. Seguramente su intención era herir de muerte a su enemigo con un desafortunado golpe del afilado espadón, haciéndolo parecer un accidente, y se cruzaron de nuevo descargando las armas uno contra otro, pero que ambas blandieron en el aire sin alcanzar su objetivo. Volvieron grupas y atacaron con fiereza y el marqués levantó el arma para cargar sobre el hombro del conde con el fin de sajar la carne hasta el hueso y amputarle un brazo de raíz, acabando con él con un poco de suerte. Mas Nuño adivinó sus intenciones y lo desarmó enrollando la maza en la empuñadura del mandoble y arrancándoselo de la mano al marqués. Ya sólo quedaba la espada y echar pie a tierra los dos. Y así lo hicieron y prosiguió la pelea. Nuño era muy diestro con la espada y pronto dejó notar su superioridad acorralando al marqués contra los entablados de la palestra, pero el otro se defendía como mejor sabía, intentando usar alguna treta torticera. Pero Nuño lo desarmó otra vez, dejándolo tendido en la tierra con la punta de su espada en el gaznate del otro. Y con eso se acababa el duelo y el conde era el claro vencedor del torneo.
El conde se dio media vuelta, dándole la espalda a su enemigo, cuando éste sacó un puñal de la vaina que le colgaba del cinto e hizo ademán de lanzarlo contra la espalda del contrincante. Y una flecha surgió de la nada y le atravesó el antebrazo al traidor, que soltó el arma de inmediato. Todos miraron a los arqueros del rey, pero de allí no surgiera el flechazo. Y las miradas se volvieron hacia la tienda del conde, en cuya entrada estaba Guzmán con el arco en la mano. El mancebo volvía a salvar la vida de su señor sin reparar en otra cosa que no fuese su amor por él.
Acto seguido todo el mundo miró al rey, que se levantó de su trono, y el público esperaba en silencio la sentencia real contra el muchacho. Doña Violante, la reina, parecía suplicarle a su real esposo piedad para ese bello muchacho, que sólo protegió a su señor, y a Doña Sol le saltaron las lágrimas por la suerte que podría correr su querido Guzmán y miraba a su esposo pidiéndole su intervención. Lo mismo que hacía Don Froilán, pero viendo fijamente a Don Alfonso X. Y por su parte, el conde fue junto a su escudero y se volvió hacía el monarca empuñando la espada en su diestra, como diciendo: “Rey de Castilla, antes que a él pídeme cuentas a mí que soy su amante y sólo protegió mi vida”. Seis imesebelen aparecieron de la nada como por ensalmo y se pusieron en fila detrás del conde, preparados para cortar cuanta cabeza se les pusiese por delante. Y el rey no tuvo que mandar silencio, porque no se oía ni el vuelo de una mosca, y mirando a Guzmán, dijo: “Guzmán, acércate”. El mancebo obedeció al rey y el conde apretó los dientes y aferró con más fuerza la espada, pero detuvo a los seis guerreros para que dejasen ir solo al mancebo.
Y el rey prosiguió: “No cabe duda que sabes usar un arco y has asumido el puesto de arquero de mi guardia con una eficacia asombrosa. No fue necesario matar para impedir que el puñal del marqués segase la vida de su contrincante, aunque mi orden era hacerlo si alguno de ellos lo intentaba. Tengo que agradecerte ante todos tu destreza y tu buen tino, porque me has ahorrado perder a dos caballeros de la nobleza. Marqués, no os atreváis a pedir un castigo porque un plebeyo os haya herido sin orden expresa de tu rey y agradece que no te ejecute aquí mismo por el cobarde ataque por la espalda en una lid justa, cuyo vencedor es el conde de Alguízar. Pero hoy es día de regocijo y no voy a tomar represalias por tal acción que os infama como caballero. Y por otra parte, tampoco podría castigar a Guzmán por herir a un hombre de superior condición, porque en primer lugar lo hizo en defensa de su caballero, ya que le servía de escudero en este torneo. Y en segundo lugar porque él es del mismo rango que cualquier noble, ya que es el doncel del rey de Castilla. Nos, en el día de hoy, hemos nombrado a Don Guzmán Fernández de Borgoña nuestro doncel. Y como miembro de mi casa es intocable tanto por nobles como por plebeyos. Sólo nos tenemos poder y jurisdicción sobre su persona. Sube al estrado, Guzmán, y toma lugar al lado del trono”.
De pronto estalló un estruendo de aplausos y vítores al rey y a su joven doncel, que surgía de todos los asistente al festejo, siendo más intensos entre el populacho, puesto que veían como uno de ellos se convertía en noble y señor por la gracia del rey. Lo que casi nadie sabía eran los motivos por los que el monarca protegía de ese modo al muchacho. Nuño no sabía que hacer y estaba mudo de emoción y al mismo tiempo de angustia por lo que eso podría suponer para él y su amado. Doña Sol miraba al chico con devoción e infinito agradecimiento por proteger la vida de su esposo y la reina sonreía embobada viendo la hermosa cara del nuevo doncel del rey.
Y volvió a hablar el monarca y todos callaron. Y con voz firme y potente el rey dijo: “Conde venid a recoger la corona de campeón de la mano de vuestra esposa.... Doña Sol, acercaos y tomad esta diadema de laurel para coronar la frente del vencedor del torneo”. Y la dama, emocionada, colocó la corona en la cabeza de su esposo y éste le besó la mano diciendo: “Señora, este triunfo fue por vos y por mi futura descendencia”. “Mi señor, os lo agradezco y espero que pronto os de un heredero”, respondió Doña Sol, pensando ya en el próximo polvo que le echaría su fogoso marido, destrozándole la entrepierna pero disfrutando y aullando como una loba.
Pero el rey también quiso hablarle al conde y le susurró en voz baja: “Nuño, creo que mi doncel os ha vuelto a salvar el pellejo. Es un valiente que hace honor a la sangre que corre por sus venas. Por lo tanto os lo confío para que hagáis de él el más esforzado caballero que hayan visto mis reinos. Tiene casta este joven. Cuidadlo, porque respondéis con vuestra vida de la suya. Pero no olvidéis que sólo os lo presto. El doncel es mío y de mi familia, además. Ahora alegrad esa cara y festejad vuestro triunfo con él y Doña Sol”.
Nuño no tenía palabras para agradecer al rey tanta generosidad y le respondió: “Mi Señor, él esta por encima de mi vida y cuanto poseo y os aseguró que será el caballero más grande de todos los reinos. Su sangre es la de un león y este cachorro sabe utilizar sus garras tanto con las flechas como con un puñal, porque es certero y demoledor si lo provocan o atacan, Señor”. “Ya lo creo, conde!”, añadió el rey. Y el monarca se retiró con su corte. Menos el doncel que se fue con el conde y Doña Sol para celebrar en la intimidad el preciado trofeo. Pero el peligro acechaba a los tres y más al mancebo, puesto que el marqués juró vengarse del chico al mismo tiempo que del propio conde y toda su estirpe.
Y ni la protección real impediría al marqués atentar contra el joven doncel para cobrarse la afrenta.
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