Se acercaba el día de la marcha a Granada y Nuño aprovechaba la mayor parte del tiempo para pasarlo con Guzmán y Sol, follando en trío con ellos y también charlando o jugando a inocentes juegos de mesa, en los que casi siempre ganaba ella. La joven esposa y el mancebo se querían cada día más y se encontraban muy a gusto juntos aunque no estuviese con ellos el conde. Pero si Nuño los acompañaba la cosa era mucho mejor y, sobre todo, más divertida y gozosa, puesto que les daba verga por todos los agujeros de sus preciosos cuerpos. Sol adoraba al zagal y gozaba tocándolo y besando su boca, pero si algo tenía claro la joven, es que quien la follaba era su esposo. El conde era el garañón y los dos jóvenes eran sus yeguas para cubrirlas. Porque la diferencia entre el chico y ella sólo estaba en que él, aún siendo como una hembra en la cama para Nuño, sus ademanes y sensaciones eran de un hombre y no de una mujer. Por lo demás, tanto uno como otra ponían el culo o la boca de la misma forma, añadiendo ella un agujero más para que Nuño le metiese la polla. El coño que Guzmán no tenía, como éste agregaba a la orgía el cipote que a ella le faltaba. Y siempre el conde y su mancebo volvían a la casa de Aldalahá para dormir con sus dos eunucos y gozar de un último polvo antes de quedarse dormidos.
Pero antes de partir a tierras nazaríes, quedaba por celebrar la montería programada por el rey como parte de los festejos por la boda del conde y la pupila real. Y de madrugada salieron los monteros desde el alcázar a la caza del jabalí u otras piezas menores que les salieran al paso. Por decisión del monarca, Nuño y Guzmán cabalgaban a su lado. El chico con su arco, las flechas y el puñal al cinto, y los otros dos armados con jabalinas y dardos, además de las consabidas dagas colgadas de la cintura.
El marqués no fue invitado ni ganas le quedaban de dejarse ver ante el rey, pero su odio hacia Nuño, acrecentado por días, y la afrenta sufrida en el torneo con el flechazo del mancebo, hacía temer que intentase alguna villanía contra ellos y por eso el rey decidió que no se separasen de él. Los monteros reales precedían y guardaban la retaguardia al soberano y sus acompañantes, pero sin perderlos de vista ni dejar que se alejasen demasiado, iban también la inmisericorde escolta de piel negra. Ocho guerreros esclavos cabalgaban con los ojos puestos en todas partes para prevenir cualquier ataque a traición.
El rey Don Alfonso iba a la cabeza con su séquito y antes de llegar a los cotos de caza se unió a ellos su tío, el infante de Molina, que se puso a la altura del Guzmán pegando la hebra con el chico. El infante le preguntó sobre todo lo que el decoro permitía y quiso saber como iba con sus clases de lenguas y sus adelantos en el manejo de las armas. El mancebo respondía a todo con amabilidad e incluso mostrando un cierto cariño por el tío del rey y tío abuelo suyo, que desde el primer día que lo vio le tratara con tanta deferencia, quizás al apreciar el parecido en los gestos y el porte con su difunto sobrino, que siempre fuera su predilecto.
Este infante no sabía la verdad que conocía el rey, pero tampoco le era necesaria para estar seguro de su parentesco con Guzmán. Para él, el crío era hijo de su sobrino aunque no supiese nada sobre su boda y el posterior nacimiento del chaval. Y así lo trataba y le hacía notar su cariño y la clara intención de ser su protector contra viento y marea. Hasta llegó a pensar en adoptarlo como hijo, pero su real sobrino se lo quitó de la cabeza, asegurándole que ya lo protegía él y nunca le faltaría de nada para vivir como un noble señor y un caballero.
Y las jaurías de perros aventaron la caza y los perreros los soltaron para dejarlos correr como centellas olfateando las piezas y ladrando. El fuerte olor de un jabalí los atrajo y los cazadores aprestaron sus armas para abatir al animal en cuanto fuese acorralado por los sabuesos. Y fue el rey quien se adelantó para atravesar a un esplendido ejemplar de macho, con colmillos retorcidos, agresivo y peligroso. Don Alfonso X picó espuelas y alzó la jabalina para lanzarla con pulso seguro, intentando herir de muerte al puerco, y su lanza se clavó en el pecho de la bestia, que gruñó salvajemente y se revolcó por tierra azuzado por los dientes de los perros de presa.
El rey hizo ademán de descabalgar y Nuño le advirtió del peligro que entraña un animal salvaje herido de muerte pero aún vivo y le aconsejó que permaneciera sobre su caballo y dejase a los monteros hacer su labor rematando al jabalí. Pero el rey no quiso y echó pie a tierra. Y se dirigió hacia el marrano que seguía gruñendo y moviendo la cabeza como en un estertor final, soltando sangre por la boca. El conde también se apeó del caballo y siguió a su Señor con la jabalina en posición de ser lanzada con urgencia. Y sin esperarlo ya ninguno de los presentes, el animal se levantó arrancándose contra el rey con tal furia que lanzó por los aires a tres canes, ensangrentados y con la tripas al aire. Y se oyeron voces de alarma desde varias bocas porque el monarca tropezó al intentar recular y perdiendo el equilibrio dio con sus huesos en el suelo. La situación era muy apurada para el Señor de Castilla, dado que el cerdo salvaje ya estaba a dos pasos de su cuerpo y sin lugar a dudas lo atacaría causándole serias heridas. Y en el postrer minuto una flecha hizo blanco en medio de la testuz del jabalí, cayendo muerto en el acto.
Esta vez la habilidad de Guzmán había salvado la vida a su tío y rey. Todos miraron al chico boquiabiertos ante la serenidad de su pulso y la certera puntería que mostraba cada vez que soltaba la cuerda de su arco, después de tensarla para lanzar una saeta. No sólo hacía diana sino que daba en el centro del redondel. Y Nuño se apresuró a levantar del suelo a Don Alfonso, que se sacudió las ropas diciendo: “Qué tropezón más inoportuno!. Menos mal que cuento con un doncel cuya puntería con el arco es providencial.... Conde esta vez me tocó a mí y ya somos dos los que le debemos la vida a este aguerrido muchacho... Acércate, Guzmán y deja que te abrace”.
El mancebo bajó de su pura sangre negro zaino de crines largas y brillantes y se acercó a su real tío para que lo estrujase entre sus brazos, pretendiendo el rey recuperar en un solo abrazo todos los no dados desde la niñez del chico. Y el rey añadió: “Eres mi campeón y te armaré caballero antes de acompañar al conde a Granada. Y serás también señor de La Dehesa, porque en una me salvaste de un marrano salvaje. Guzmán, tu privilegio como Grande de Castilla por el señorío que te otorgo, es no tener que destocar tu cabeza ante el rey y permanecer sentado en nuestra presencia”. Y el infante de Molina le dijo al conde: “Señor conde, el chico ya goza de los honores de un miembro de la casa real de Borgoña. Le deseo la mayor felicidad en su vida. Cuidad de él, amigo mío”. El conde estaba orgulloso de su amado y su alegría por la fortuna y honores del mancebo era enorme, pero cada vez veía más complicado mantenerlo junto a él cuando ya fuese todo un hombre y su tío decidiese casarlo o meterlo en religión como abad u obispo. Era como si el chico hiciese todo lo posible con su espontáneo proceder, para poner las cosas cada vez más complicadas y difíciles haciendo peligrar su relación. A este paso, permanecer juntos toda la vida sería algo impensable. Y eso le iba a costar al crío una zurra esa noche por intrépido, antes de comérselo a besos y darle por el culo hasta que no les quedase ni un espermatozoide a ninguno de los dos en las pelotas. Además dormirían en el campo y no tenía que repartir su leche entre el chico y su mujer hasta un día más tarde.
Toda la carga de semen se la daría a Guzmán como premio a su valor y puntería con las flechas, que las ponía donde fijaba su ojo, igual que el conde se la metía por el ano con la misma facilidad en cuanto su capullo enfilaba hacia ese agujero del crío, tan apetecible y tierno como una fresa madura de Aranjuez.
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