Y llegó el día de los esponsales del conde con Doña Sol. Y toda la corte se reunió en la catedral de Sevilla para presenciar el enlace y festejarlo como un gran día de fiesta para todo el reino, porque se casaba la pupila de la reina con uno de los más nobles y apuesto caballeros del rey. Tanto entre el gentío que se agolpaba a la entrada del templo como en su interior, no se hablaba de otra cosa que de la arriesgada aventura del paje del conde, salvando en solitario la vida de su señor y del resto de la escolta. Guzmán era el héroe del momento y muchas mujeres suspiraban por el guapo mancebo.
En el presbiterio ya aguardaba el arzobispo con sus acólitos y por fin sonaron las fanfarrias y los pitos y las flautas, sin olvidar el retumbar de los tambores, e hizo su entrada el conde dando la mano a la reina, precedidos de pajes y flanqueados por monteros reales. Al rato, se anunció la llegada del rey, que le abrían paso cuatro maceros vestidos con las armas de Castilla y León. Y retumbaron con más fuerza los parches y las trompetas de los heraldos. Y al lado del Don Alfonso X venía la novia, Doña Sol.
Ella estaba preciosa cubierta por un velo blanco que arrastraba por el suelo, sujeto en la cabeza por una diadema de perlas ceñida a la frente de la dama. Y el vestido nupcial era de seda oriental cuajado de perlas también y bordado en plata. La muchacha parecía una virgen bajada de un retablo pintado sobre madera y el padrino, el rey, la llevaba de su brazo al altar. En el ara esperaba ya don Nuño, conde de Alguízar, junto a Doña Violante de Aragón y Hungría, la reina, la madrina preñada, pero que todavía disimulaba su estado de gravidez y lucía un atuendo hecho en raso dorado, bordado en hilo de oro y recamado con rubíes y esmeraldas. La reina se tocaba con la corona real sobre su cabeza al igual que Don Alfonso X.
El arzobispo ofició la ceremonia y Guzmán lo veía todo desde un rincón del altar mayor intentando pasar desapercibido. El chico se alegraba tanto por su señor como por la novia, a la que le tenía querencia, pero no podía mantener sus ojos secos atormentado por repentinas sombras que oscurecían su felicidad al lado del hombre que amaba. El ya no sería la única preocupación de su amo, porque desde ese momento debería volcarse más con su esposa y frecuentar su cama aunque sólo tuviese el propósito de preñarla, como siempre repetía Nuño.
Al chico lo habían vestido los eunucos como si él también fuese el desposado y competía en elegancia y adornos con su señor. Si Nuño vestía un terno de terciopelo azul oscuro muy trabajado en hilo de oro y luciendo al pecho un collar del mismo metal que sujetaba un medallón con las armas de su casa, el mancebo, como un verdadero doncel, iba con un jubón de seda color marfil, con pequeñas perlas engarzadas en plata, y a juego con las calzas, pero en un tono más claro, llevaba una capa corta sobre un solo hombro, en color verde esmeralda, y sin más joyas que su propia persona y el puñal sarraceno que le regalara su señor.
En donde se encontraba Guzmán, Nuño podía verlo y al decir: “Sí acepto.... Sí tomo......etc.”, el conde miró fijamente a los ojos de su amado convirtiéndolo también en su cónyuge en ese instante.
Con un solo acto, para el conde eran dos bodas. Una, lo oficial y ante el mundo, con Doña Sol. La otra, la secreta, la deseada y sentida, con su amado Guzmán, el príncipe de sus sueños. Y el arzobispo, sin saberlo ni pretenderlo, bendijo las dos. Y los reyes también apadrinaron la otra. Que por cierto, no sólo Nuño miraba a Guzmán, sino también el rey Don Alfonso, porque su tío, el infante de Molina, le había contado que el chico le recordaba al difunto infante Don Fernando de Castilla y Suabia, el tercero de los hermanos del rey. Y el monarca se quedó pensativo y recordó el matrimonio secreto del príncipe con una mujer nacida como campesina, pero con sangre real almohade, según supo después por boca del padre de don Froilán, y cuyo enlace se ocultó por bien del reino, ya que siempre lo ignoró su padre, el rey Fernando. De esa mujer nunca volvió a tener noticias, pero si conocía el nacimiento de un niño, cuyo nombre y edad exacta no recordaba. “Y si ese doncel tan galán fuese mi sobrino?”, se dijo en silencio el rey, quedándose un tanto al margen de la misa de esponsales.
Durante el banquete Don Froilán no se separó de Guzmán y lo sentó a su lado frente a unas jóvenes damas de la reina, que tontearon con el chico durante todo el tiempo, llegando incluso a sacarle los colores alabando sus gracias y sus prendas. El primo de la reina se partía de risa viendo la timidez del chico con las mujeres y lo mal que lo estaba pasando cuando una de ellas le pidió que la invitase a danzar. Guzmán tenía donaire para muchas cosas menos para bailar y sus movimientos eran rígidos y parecía que sus miembros estuvieses almidonados o tuviese los pies clavados al suelo. Era claro que el mancebo no era un dios de la danza aunque lo fuese de la belleza o la destreza con el arco como Diana cazadora.
Y si mal lo pasó al mover el cuerpo al ritmo de la música, peor se las vio al jugar al escondite en los jardines del alcázar e ir al mismo matorral que una de las juguetones damas de la reina. La moza, de pechos generosos, se abrió el corpiño y dejó al aire dos melones temblones contra los que estrujó la cabeza del muchacho. Creyó ahogarse el pobre infeliz y tosiendo y lagrimeando echó a correr como si hubiese visto a un coco de esos con los que le meten miedo a los críos chicos, como si para asustarlos fuese necesario inventar algo más tremendo a veces que la propia vida.
El caso es que Guzmán no salía de una y ya lo habían metido en la siguiente peripecia. Y vino a rescatarlo la misma Doña Sol. La joven, con la excusa de agradecerle su valentía para salvar la vida del conde en el último percance callejero, le cogió ambas manos y besó las mejillas del chaval, que se encendió como una pavesa inflamado de rubor. La joven miraba al chico con una ternura y un sentimiento que sería difícil discernir entre pasión o simple afecto, unido a una atracción nacida de la amistad o la proximidad de ambos al conde.
El caso es que las otras damas consideraron que era mejor ahuecar el ala en retirada y no competir con la pupila real. Pero quien no se apartó de ellos fue Froilán, que se mantuvo alerta y guardando al crío hasta que apareció el conde, que acababa de librarse del atosigamiento a que lo estaba sometiendo la reina con tantas preguntas sobre que reformas haría en su castillo para acomodar mejor a su esposa y otras zarandajas de ese estilo.
Como si estuviese él para preocuparse ahora de si Doña Sol necesitaba una alcoba más grande o una sala para coser y bordar con sus damas en la que hubiese luz bastante y entrase el aire fresco en estío. Sólo le faltaba eso en momentos tan críticos, cuando asomar la nariz fuera de los muros del palacio podía costarle que se la cortasen o la misma vida. O, lo que sería mucho peor, la de su doncel. Por no decir que todavía le quedaba la noche de bodas con Doña Sol y las que vendría después hasta dejarla encinta.
Sólo había tenido un par de experiencias con criadas, obligado por su padre un poca antes de que entrase el otro Yusuf en su vida, y no las recordaba como algo trascendente, puesto que las rudas mozas, muy descaradas, se abrieron de piernas nada más verlo y ellas misma le agarraron el pene y se lo tragaron por el coño. Los movimientos necesarios también fueron más obra de ellas que de Nuño. Así que, en honor a la verdad, quien se lo follaron fueron las dos frescachonas y él sólo les dio su leche encima del vientre, porque tenían instrucciones estrictas del padre de Nuño para que el chico se corriese fuera y no crease problemas teniendo bastardos tan pronto. Y esa era toda la sabiduría del conde con respecto a follarse a una mujer. Sería muy lógico pensar que Doña Sol iba a tener un mal concepto del sexo con un hombre, a no ser que su intuición femenina o el innato instinto de macho del conde fuesen providenciales esa noche y salvasen lo que podría temerse como un desastre erótico y sexual entre los dos jóvenes esposos.
Doña Violante a veces no estaba en este mundo, pensó el conde. Pero era la reina y tenía que escucharla aunque no prestase ni la más mínima atención a sus palabras. Y nada más escaparse de ella, gracias a la intervención de otra de sus damas que le traía un recado de su noble primo Don Froilán, una tontería urdida por éste para lograr que el conde soltase amarras, Nuño se unió a la charla en la que su esposa platicaba animadamente con Guzmán y Froilán.
Y la quiso alargar todo lo posible para estar más tiempo con su doncel, pero las miradas de la joven indicaban ya que sería oportuno retirarse a sus aposentos y prepararse para reunirse en el tálamo nupcial.
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