Autor: Maestro Andreas

domingo, 8 de mayo de 2011

Capítulo XXXVIII

Uno de los esclavos de la guardia negra sujetaba las riendas del pura sangre azabache en el patio de la montería y Guzmán subió de un salto a la silla adornada en arabesco, tachonada de plata, y refrenó el nervioso trote del corcel, saliendo al paso del Alcázar. En las puertas del palacio se le unieron cinco imesebelen más y partieron con destino a la casa de Aldalahá, empezando a sentir la soledad de su primera noche sin el conde.

Recorrió las calles de la ciudad despacio, como si no tuviese ganas de llegar a las habitaciones que esa noche le resultarían extrañas, y volvió a sentir angustia por dormir solo después de tanto tiempo de compartir la cama con su señor. En la puerta de la casa le esperaba el noble almohade y le invitó a descansar y refrescarse en su baño con algunas de sus concubinas y los consabidos eunucos y esclavos.

Guzmán no estaba para charlas ni ningún tipo de miramientos sociales y pensó que era mejor eludir su compañía. Agradeció la deferencia, pero muy educadamente se excusó alegando un fuerte dolor de cabeza, y quiso retirarse a los aposentos con los dos eunucos que le comprendían sin necesidad de pronunciar palabra. Hassam lo desnudó y le sugirió que tomase un baño de inmersión con el dueño de la casa, puesto que se distraería un rato y la música, los dulces y las danzas de las bayaderas, despejarían sus tribulaciones y penas. Abdul y él le acompañarían y lo enjabonarían y le dejarían la piel como la de un niño de corta edad. Y luego el masaje con un aceite reparador, sería un bálsamo para el sueño. El mancebo sabía que ellos querían ayudarlo y hacer que su soledad fuese menor, pero una creciente melancolía le dominaba por momentos. Sin embargo cedió a la sugerencia del eunuco y se unió a Aldalahá y su corte en el baño.
Esclavos de todos los oficios adecuados atendían al dueño de la casa y a su invitado en lo que no correspondía hacer a Hassam y Abdul, que era todo que no fuese de contacto directo con la piel del mancebo, ya que sólo ellos se disputaban el privilegio de tocarlo e incluso besarle el cuerpo al enjugarlo o frotar sus miembros, espalda y nalgas. Más de una bailarina se contoneaba delante del chico incitándolo al sexo, pero no era eso lo que precisamente quería. A él le hubiese gustado volar hacia el Alcázar y entrar en los aposentos del conde y su esposa, pero sustituyéndola a ella en el lecho nupcial. Cierto que el conde ya lo tenía más follado que el coño de una ramera de figón de mala muerte, más para el muchacho cada polvo con su señor era siempre una primera vez y esa noche, además, sería la de su boda con su amado conde. Porque él también comprendió la mirada de Nuño al decir si tomo y acepto y había ratificado la unión con su señor para siempre. Su corazón sentía que él era la novia que Don Nuño llevó al altar esa mañana, pero sin su amante para consumar el matrimonio, Guzmán se veía abandonado en la misma noche de bodas.
Aldalahá disfrutaba de su afeminado eunuco que le daba todo el placer que deseaba su dueño, mientras otros jóvenes hermosos, castrados y enteros, y también muchachas se abrazaban y follaban entre ellos para hacer gozar con la vista a los dos señores, viendo algún chafariz de leche lanzado por una polla o manantiales de esperma brotados del ano de los eunucos. Porque en ese momento, Guzmán no sólo era un señor como el dueño de la casa, sino mucho más. El mancebo, para todos los habitantes del palacio del noble almohade, era el príncipe deseado y todos sin excepción le presentaban sus respetos y lo trataban con la devoción propia de su condición real. Por eso servirlo en algo era un honor inmerecido para cualquier criado o esclavo de la casa e incluso el mismo Aldalahá se sentía indigno de tenerlo en su palacio.

Una esclava muy joven y rubia se acercó a Guzmán mostrándole sus generosos pechos, pero el chico no reaccionó como ella esperaba ante esas protuberancias. La fijación del chaval eran los cojones repletos de semen de su señor y eso es lo que necesitaba él esa noche. Precisaba que le pusieran el culo como un artesa después de amasar el pan. Resobado y caliente de tanto sobeo y apretón como Nuño le daba antes de abrirle el ano para ensartarlo en su verga. Esa sensación de ser abierto y rellenado de carne lo ponía irremediablemente cachondo y su cuerpo sólo deseaba polla y semen para calmar su ansiedad.
Pero Nuño no estaba con él y esa noche la pasaría solo sin notar la sensación del calor y el sudor del conde en su espalda cuando lo apretaba contra su pecho antes o después de darle por el culo. Cada vez le gustaba más la sensación dura y áspera de la verga de Nuño dentro de su recto, que le parecía notarla en su vientre a la altura del ombligo. Y luego, al sacársela, ese frescor del aire en el ano dilatado le daba alivio y refrescaba toda su alma. No podía entender otro placer más intenso y supremo que ser poseído por el conde y saberse preñado con su esperma vivo y caliente. Cuando Nuño eyaculaba dentro de sus tripas, casi le parecía percibir los espermatozoides moviéndose en sus entrañas y negándose a salir por el ano para no abandonar su cuerpo. El conde era todo lo que necesitaba y quería y el resto le sobraba, aunque fuese una corona real.

Guzmán decidió retirarse a sus aposentos, cansado de tanto sexo que no le inspiraba ni le hacía olvidar el roce de los dedos de Nuño en su esfínter. Y se fue de la sala de baño envuelto en lino blanco y seguido por sus eunucos. En la alcoba y tendido en el lecho, los dos jóvenes eunucos relajaron sus músculos de pies a cabeza, por delante y por detrás y Abdul intentó chuparle el pene, pero Guzmán lo rechazó y quiso quedarse solo en los almohadones que olían a su señor y lo buscaba en ellos alargando la mano sin encontrar la carne de su amo.

Los ojos del mancebo se humedecieron y Hassam se recostó junta a él, mirándole el rostro, y le dijo: “Mi señor, no podemos dejar que la pena anule la vitalidad de un joven tan fogoso como vos. Dejadnos daros algo de placer para facilitaros el sueño. No hace falta que os molestéis en hacer nada, porque todo lo haremos nosotros dos. Vamos, mi príncipe, que tus esclavos te aman y sólo desean tu bien y felicidad”. Y Guzmán miró al chiquillo con ternura y le respondió: “Os agradezco vuestro desvelo y por eso dejaré que hagáis conmigo lo que mejor os parezca. No tengo ganas ni de seguir oponiéndome a vuestra solícita amabilidad”.
Y Abdul le lamió todo el cuerpo y lo besó como si fuese una imagen sagrada. Y Hassam, con una atención asombrosa, le hizo una mamada como jamás podría imaginar que su polla gozase tanto antes de llenarle la boca de leche al eunuco. Pero el otro también quería su premio y se aferró al pene del mancebo para aprovechar las últimas gotas de néctar que aún quedaban dentro del capullo.

El chaval jadeaba por el gozo sentido con la eyaculación y los entregados castrados se relamían los labios sonriendo de oreja a oreja. Hassam quedaba bien alimentado para pasar la noche a los pies del lecho de su joven señor y abrazado a su compañero que sólo tenía el gusto del semen en los labios, pero su lengua todavía le sabía a culo y a esfínter de Guzmán, tanto como a sus pies y todo su cuerpo. Se había atiborrado de su olor y sudor y su vida ya estaba bendecida por el servicio a un príncipe. Al más hermoso príncipe de los almohades y tan valiente y audaz como un tigre si tenía que enfrentarse a sus enemigos tan sólo con sus garras, que eran las flechas y un pequeño puñal de puño de oro y piedras preciosas que perteneciera a otro príncipe con su mismo nombre.

Más la oscuridad pudo con el chico y lloró. Rompió en llanto con desconsuelo porque echaba de menos la cálida humedad de la piel de Nuño y respirar su sueño después de tener su vientre lleno de vida que nunca llegaría a germinar.
En eso lo aventajaba Doña Sol, porque en ella si podría prender la semilla de Nuño depositaba esa noche.

No hay comentarios:

Publicar un comentario