Autor: Maestro Andreas

jueves, 7 de abril de 2011

Capítulo XXVII

Nuño y Froilán cruzaron las puertas del palacio a galope tendido y pasaron delante de la Giralda de camino al palacio del noble Aldalahá. Pero al doblar por detrás de la antigua mezquita, cuya construcción ordenara en su tiempo el califa almohade Abu Yacub Jusuf, ya convertida en catedral y sede de la archidiócesis, les salió al paso el mismísimo Aldalahá, seguido de seis guerreros esclavos africanos y les paró diciendo: “Señores, no perdamos tiempo y corramos a salvar a vuestro amado paje, Don Nuño. Mis informadores me advirtieron del peligro, ya que de unos mercenarios jamás esperes discreción, y cuatro de mis hombres llegaron al alcázar en el instante que salían los miserables arrastrando su valiosa captura. Ya les siguen el rastro, pero son parte de una banda de sicarios a sueldo del mejor postor, cuyo jefe es un despiadado proscrito que se refugia en la escarpada sierra. Irán hacia allí para poner en manos de otros al muchacho, tras cobrar el precio de su negra encomienda, y, posteriormente, ser llevado a la meseta camino de las tierras de vuestro enemigo. Pero vayamos hacía la torre albarrana a orillas del río porque de mis informes deduzco que antes de partir de Sevilla, esos rufianes se reunirán con el cabecilla de la partida en una venta que usan de tapadera para sus fechorías. Más tarde, sólo podremos darles caza cuando hayan recorrido tres leguas y tengan que hacer la primera posta, cambiando sus monturas por otras de refresco, para apurar el trote hasta ponerse fuera de nuestro alcance”.

No fueron necesarias más palabras y Nuño y su amigo Don Froilán se unieron a Aldalahá y sus hombres para ir a rescatar al zagal y vengar la afrenta de los ruines perros al servicio del marqués. Galoparon como exhalaciones por la ribera del Guadalquivir, levantando chispas y polvo con los cascos de sus caballos y tras una larga carrera les salió al encuentro uno de los esclavos senegaleses del noble almohade, con su negra piel brillante por el sudor y el sol que caía sobre la ciudad esa mañana, y le dijo a su amo: “Señor, los esbirros se ocultan a unos metros de aquí, tras los muros de una venta, y en el patio se oyen voces y risas y mis tres compañeros vigilan cualquier movimiento de esos perros con aspecto y carne de cerdos. Al muchacho lo tienen dentro de un mugriento cobertizo y esperan a que llegue su jefe para proceder en consecuencia según las órdenes que reciban de ese hombre sin entrañas que los manda. Y eso es todo, mi amo”.

Aldalahá despidió al esclavo y se dirigió a Nuño diciendo: “Conde, descabalguemos para cogerlos por sorpresa. Propongo que nos acerquemos sin hacer ruido y que sigilosamente dejemos fuera de combate a los que vigilen la entrada y los alrededores de la venta. Luego, una vez que el jefe se reuna con sus secuaces, saltaremos los muros y caeremos sobre ellos sin darles tiempo a reaccionar”.

Nuño tenía prisa por atacar y ver a Guzmán libre de sus captores, pero consideró acertado el plan del almohade y respondió: “Es un buen planteamiento dadas las circunstancias. Sobre todo para evitar que le hagan daño al crío o lo usen de rehén o como escudo para escapar. No debe quedar ni uno sólo con vida, ya que es el único castigo posible por lo que hicieron. Será una lucha sin cuartel y bañaremos las armas en la sangre de esos cerdos!”.
Froilán estuvo de acuerdo también y desmontaron procurando hacer el menor ruido posible para no alertar a los bandidos. Los otros esclavos que les habían precedido, estaban bien situados para acabar con los vigilantes y asaltar la venta a la señal de su amo y los otros seis que acompañaban a Aldalahá también tomaron posiciones para proceder al asalto escalando los muros del patio trasero de la venta, donde al parecer estaba el grueso de la banda y retenían a Guzmán dentro de una cuadra o mero techado para herrar caballerías.

Como comienzo para el asalto, los esclavos africanos, con la agilidad de felinos salvajes, degollaron sin el menor ruido a los dos vigilantes que guardaban la puerta y otros tres que rondaban por fuera del muro para avisar si algún desconocido se acercaba a la eventual guarida. Ya sólo quedaban los seis que estaban en el patio más los que estuviesen guardando a Guzmán dentro del chamizo donde lo habían metido, cuyo número desconocían aún.

Subido al borde de la tapia, Nuño vio con sus propios ojos la escoria que se había atrevido a poner sus sucias manos sobre el cuerpo de su amado mancebo y se juró a sí mismo en ese instante que no dejaría ni uno sólo sin descuartizarlo como escarmiento. Y en esto apareció en el patio otro hombre de mediana estatura, tez oscura y greñas sucias y desmañadas, que por el trato que el resto le daba se deducía que ese era el capitán de los forajidos. Y le oyó decir algo referente al chico, pero no entendió lo que les ordenaba a cuatro de los truhanes que se reían como necios sin imaginar la que se les caería encima en breves instantes.

Salieron otros tres al patio y el jefe les gritó en un tono suficiente para oírlo el conde y los suyos: “No le habréis tocado un pelo al mancebo. Ese dulce no es para vosotros, putos cabrones de mierda!. Esa linda cara con su boca jugosa la voy a disfrutar yo, que para eso soy el jefe. Y después cataré ese sonrosado agujero que debe dar más placer que un coño virgen. Vosotros dos, desnudarlo y colgarlo de una viga rozando el suelo con los pies nada más, que así se entregará antes y se mostrará dócil como un cordero. Ya tendréis todos oportunidad de pasarlo por la piedra cuando yo me harte de follarlo como a una perra”. A Nuño se le encendió hasta la bilis y a punto estuvo de tirarse sobre el cabrón medio borracho que osaba mancillar a Guzmán aunque sólo fuese de pensamiento y no de obra todavía. Pero para el conde, tan sólo ese deseo ya era bastante para condenarlo a las peores torturas antes de mandarlo al infierno. Y el puto borracho volvió a gritar: “ Más vino!. Que tengo el gaznate seco de comerle el puto coño a mi ramera!. Ahora me daré un homenaje con ese pastel que me habéis traído de la corte. Qué mejor postre que un joven doncel para saciar la lujuria endiñándosela por el culo?. Joder!. Ya me babea la polla pensando en esa carne fresca y bien cuidada del jodido paje del señor conde....Ja, Ja, Ja...”
Y sus carcajadas se clavaban en el cerebro del Nuño como aceradas esquirlas que le taladraban las ideas para escribir la palabra, ¡Muerte!. El botarate, vertiendo vino por el suelo, entró en el cobertizo y todos escucharon sus exclamaciones de júbilo al ver a Guzmán en pelotas, ofrecido a su lascivia como una víctima propiciatoria al sacrificio.

Froilán tuvo que sujetar al conde para que no se precipitase y pusiese en peligro la estrategia del ataque, pero la razón de Nuño no era capaz de discernir con frialdad lo sensato de lo excesivamente arriesgado por ser demasiado audaz en apurar la liberación del muchacho.

Aldalahá también calmó al conde y le dijo: “Don Nuño, tened un poco más de paciencia que pronto esos rufianes pagaran sus culpas con creces. Primero tenemos que atacar a los que quedan en el patio y una vez aniquilados entraremos todos juntos en el cobertizo para luchar cara a cara con el resto. Y el jefe es para vos, conde. Haced de él lo que se os antoje una vez que vuestro amado joven esté fuera de peligro. Tranquilizaos que ya son nuestros. Ahora que parecen entretenidos bebiendo hasta llenarse como odres de vino, mis guerreros usaran sus arcos y puedo asegurar que cada flecha segará una vida sin emitir el menor gemido. Son expertos en tirar a la base de la nuca y provocar la muerte instantánea”.

El noble almohade dio la orden y con las más perfecta sincronización, cinco saetas dejaron fuera de combate a otros tantos facinerosos. Caían muertos sin decir ni pío los coitados y alguno ni se había enterado que entregaba su vida levantando la bota de vino para brindar por su salud.

Y al saltar dentro del corral de la venta, se oyó un aullido seguido de una sarta de blasfemias y sin otro ruido a quejido escucharon un fuerte golpe seco que sonó como si le hubiesen dado un puñetazo a alguien en los morros.
Todos se sobresaltaron y ya no cabía más que entrar espada en mano y encomendarse a la suerte para vencer

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